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Los Ruidos Profundos (Parte 2)

Apuntes sobre los viajes de la cumbia por los circuitos del rock en Lima

Por Ernesto Bernilla y Mauricio Flores

2.2 Los rockeros no bailan: La chicha y el rock en las décadas de los años 80 y 90

Hacia 1975, la capacidad de convocatoria de las bandas limeñas decayó. Los grupos más conocidos se disolvieron y los nuevos no lograron alcanzar la visibilidad de sus predecesores. Las matinales terminaron en el 68 y sobrevino un progresivo declive. Se dejaron de grabar discos y las producciones locales ya no aparecían con frecuencia en radio y televisión. Las causas del declive no son del todo claras[1]; sin embargo, las consecuencias son ampliamente conocidas: a mediados de los años 70, el rock limeño se distanció del público masivo y, si bien no desapareció, su presencia en los medios se contrajo significativamente. En la década siguiente, esta situación dio un giro. En el ámbito del mercado en castellano estalló el boom internacional del rock en español, con preponderancia de bandas argentinas y españolas influenciadas por géneros como el punk, post punk, el ska y el new wave. En el Perú también hubo un resurgimiento del rock que coincidió con el retorno de la democracia al país. Las causas de dicho renacimiento todavía no han sido investigadas a profundidad. Más allá de eso, lo que nos interesa resaltar es que emergió en Lima un nuevo circuito comercial y que, en su interior, diversos grupos abrazaron las tendencias en boga internacionalmente.

Nuevas bandas lograron incorporarse a la programación de las radios y fueron fichadas por disqueras, participaron de festivales multitudinarios y grabaron videoclips, el más novedoso mecanismo de promoción del momento. Miki González, Arena Hash, JAS, Dudó o Río son algunas de las agrupaciones más conocidas de esta escena que fue identificada, no siempre con justicia, con actitudes escapistas propias de cierta parte de la juventud limeña de la época. Paralelamente, en los márgenes de la industria musical, emergieron diferentes escenas: la movida subterránea, que fue la más conocida; sin embargo, no fue la única ya que progresivamente fueron apareciendo otros proyectos musicales circunscritos a distritos «carenciados» de Lima. El más conocido de ellos fue el del Agustino, que decantó en la formación de G.R.A.S.S. (Grupos Rockeros del Agustino Surgiendo Solos), en la organización del Agustirock y tuvo a Los Mojarras como su agrupación más emblemática[2].

Es durante la segunda mitad de los años 80 cuando ocurren los primeros acercamientos del rock hacia la cumbia. Para entonces, el fenómeno de la cumbia peruana ya había delineado más claramente sus características. Desde fines de los años 70 se comienza a utilizar, no sin polémica, la etiqueta «chicha» para englobar a la cumbia con guitarra eléctrica aparecida en el Perú y marcar una clara distancia respecto al modelo original colombiano (Bailón 2004). Al final, dicha nomenclatura terminó siendo utilizada para referirse sobre todo a su vertiente de impronta más andina, que, durante la primera mitad de la década de 1980, vivió un auge comercial impulsado por el éxito del grupo huancaíno Los Shapis y su canción El Aguajal. Ya hacia 1985, la chicha se había convertido en un fenómeno mediático y contaba con un amplio número de seguidores, pero su público se encontraba principalmente entre la población de origen provinciano y de bajos recursos. Según comenta Santiago Alfaro, en una entrevista al diario La República en 2009, la memoria de las clases medias y altas limeñas respecto a la chicha se inicia en tal periodo debido a su constante presencia en calles, radios, periódicos, cine y TV[3]. Los rockeros, por supuesto, no quedaron al margen y así pueden encontrarse intentos de aproximación a la cumbia andina en bandas surgidas en algunas de las tres escenas mencionadas. Sin embargo, en ciertos casos sus experimentos aparecen recién en la década siguiente o no llegan a plasmarse en grabaciones de ningún tipo.

El soundtrack del colapso social

Durante los años 80, el primero en incluir una canción chicha en un disco de rock fue Miki González. De origen español, González llegó al Perú a los 9 años de edad. Ya en Lima, residió en el distrito de San Isidro y estudió en el colegio Santa María. Paradójicamente, pese a haber tomado la decisión de hacerse músico a contracorriente de las expectativas familiares, el hogar donde vivió de chico lo frecuentaron connotados intelectuales y músicos locales. Antes de inclinarse hacia el sonido rockero de sus primeras entregas, las inquietudes iniciales de González transitaron por el hippismo y la psicodelia, el blues y el jazz fusión. De hecho, su primera banda fue Los Chonducos, agrupación de afro-jazz fundada en 1982. Cuatro años después, y con dos singles de por medio, publicó Puedes ser tú, su primer long play que abarca influencias tan diversas como la new wave, el post-punk, el funk, el ska y la música afroperuana, e incluye letras de contenido social, escritas bajo la impronta de la Nueva Canción[4].

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Puedes ser tú incluye Chapi García, composición llamada así en referencia a Los Shapis y a Charly García, quien, junto a Andrés Calamaro, colaboró en los coros. Chapi García es una chicha adaptada al formato de una banda post-punk. Esto marca ciertas diferencias con lo tropical andino, sobre todo por el uso de la caja de ritmos o groovebox, que reemplaza la percusión característica de las agrupaciones chicheras. La guitarra de González, en cambio, busca imitar el estilo de Jaime Moreyra y establece el escenario instrumental para sostener una letra que discurre entre dos tramas. La primera de ellas expone la situación de los pobres del país, pero sin recurrir a sus voces, ni a la del propio cantante, sino a pasajes de una alocución grabada en otro contexto, incorporada a la canción a la manera de un collage. Se trata de breves fragmentos de la exposición de la representante de una ONG de la época, el Instituto Nacional de Salud Popular, sobre una campaña contra la diarrea que dicha institución realizó en el distrito de Ate-Vitarte. Son 5 pasajes los incluidos, cada uno de los cuales aborda una dimensión diferente. Específicamente, los ejes tratados son la educación, la salud, la vivienda y el empleo, y la exposición se centra en describir las dificultades de los ciudadanos para acceder a ellos. La segunda trama de la canción, por otro lado, se ubica en los coros y deja de lado la realidad social para desplegar versos, en apariencia, de inspiración romántica («Cholita me dio la caspa del inca/Cholita ya no sé qué hacer/Ya no puedo dormir, comer tampoco/Sin tu amor voy a enloquecer»).   

El abordaje de problemas sociales caracterizó parte del cancionero chicha y, sin duda, fue uno de los aspectos del movimiento que más llamó la atención de los círculos artísticos e intelectuales de Lima. González no es ajeno a ello y, en la primera trama de su composición, busca recrear esa faceta del género, pero con diferencias evidentes: mientras este suele apelar al testimonio en primera persona, Chapi García recurre a una voz que fundamenta su autoridad para hablar del mundo popular en otros elementos, más emparentados con el discurso noticioso o el de las ciencias sociales, que, justamente, a partir de la década de 1980, encontró en las Organizaciones no gubernamentales (ONG) una de sus principales plataformas de intervención social. Así, al uso de la tercera persona y de un lenguaje formal, se suma un tratamiento neutro e impersonal, que informa de manera abstracta sobre ciertas problemáticas sociales. Para lograr este efecto de impersonalización, incluso se llega a omitir aquellas partes del audio donde se hace referencia a lugares concretos o a grupos poblacionales específicos. En ese contexto, la instrumentación, que como ya mencionamos es una cumbia andina, cumple la finalidad de ubicarnos geográficamente y sugerirnos que las carencias expuestas se concentran principalmente entre el público de la chicha, en los sectores populares de Lima. Es interesante notar que el discurso de los coros se opone diametralmente al de los audios, no solo por tratarse de versos cantados, sino también por el uso de la primera persona y del lenguaje coloquial para desarrollar una letra de contenido romántico, sin referencias a problemas sociales. En realidad, se trata de un texto bastante trivial, cuyo fin parece, en principio, citar, tanto en el tema (el desamor) como en el lenguaje, algunos rasgos típicos de la chicha. De esa manera, ya sea de modo consciente o involuntario, entre las estrofas y los coros, Chapi García termina abarcando los dos motivos más notorios del cancionero del género: la crónica social y el (des)amor. Adicionalmente, la frase «Cholita me dio la caspa del Inca» incorpora un elemento irreverente y provocador al aludir al consumo de cocaína, más asociado a la imaginería del rock, quizás como un gesto a la figura del propio Charly García, quien durante su concierto en Lima de 1985 (donde conoció a González) dio vivas al Perú y a la caspa del inca[5], nuestro producto de exportación más celebrado por los rockeros argentinos[6].

Definitivamente, la referencia a la chicha es coherente en una propuesta como la de Puedes ser Tú, disco que tiene la intención patente de ser un retrato del Perú de los años 80, contado no solo desde la perspectiva del propio músico o de gente parecida a él (como en la movida subterránea), sino además desde la de los pobres urbanos, que tenían en la chicha la cortina musical de sus peripecias cotidianas. El experimento, sin embargo, no pasó a mayores. González cultivó, luego, distintas formas de fusión, pero no volvió a realizar proyectos similares con la chicha. No sorprende, teniendo en cuenta que, por mucho tiempo, su principal interés estuvo puesto en los ritmos negros del Perú; y cuando, años después, se animó a explorar las sonoridades andinas, se centró en aquellas expresiones «más puras» (si cabe el término), con un discurso bastante próximo al del hippismo sesentero y al de la World Music[7]. En realidad, Chapi García, más que el resultado de una inmersión profunda en el sonido chichero, debe ser vista como una curiosidad ocasional; una breve exploración que, incluso, más que en el conjunto del género, se enfoca en la figura específica de Los Shapis, la banda chicha con mayor visibilidad de aquel periodo[8]. Si bien este acercamiento se fundamentó en ciertas coincidencias entre el fenómeno chichero y algunas de las inquietudes de González como músico (la fusión, la masividad, la marginalidad entendida como supervivencia o el retrato de la vida social), es claro que no ocupa un lugar central en la propuesta de Puedes ser Tú. El propio autor ha confesado que se trataba de material episódico y que, más que homenajear al género o incorporarse a su mercado, lo que buscaba era provocar: «A toda esa gente intelectual que por ese tiempo se llenaba la boca hablando de chicha y hasta decía que lo que yo hacía también lo era» (entrevista con Víctor Patiño, 1987).

Melodía para recordar a los amigos perdidos

Años después, en 1989 para ser más exactos, durante un periodo en el cual la movida subte experimentó diversos cismas y en el que muchos abandonaron la autodenominación de subterráneos, Daniel F, ya alejado de Leuzemia, publicó el casete Generatriz del Acero Pasional, que incluye el tema chichero Karamelo de limón, del argentino Ricky Maravilla. A diferencia de los músicos mencionados hasta aquí, F. proviene de una clase media criolla empobrecida. Vivió en la unidad N°. 3, estudió en la Unidad Escolar Hipólito Unanue y tuvo que ganarse la vida desde muy joven. Si bien no se ha caracterizado por desarrollar propuestas de fusión, F. ha destacado la heterogeneidad de sus influencias musicales —que van desde el rock progresivo a la balada romántica—, una apertura que lo distingue de otros perfiles surgidos en la escena subterránea.

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Karamelo de limón es la última pista de Generatriz del Acero Pasional y su sonido quiebra la unidad del álbum: se parece más a una canción colada por error que al cierre de una entrega que se ubica entre el rock progresivo y las composiciones de cantautor. Vale la pena detenerse en la historia de cómo se gestó la canción, pues resulta muy ilustrativa del tipo de acercamiento (y del distanciamiento) que algunos músicos de rock experimentaron respecto a la chicha. En aquella época, ante la imposibilidad de vivir de su música, Daniel buscó empleo como técnico de sonido. Es así como llegó a trabajar en el estudio de grabación Zúñiga, ubicado en Santa Beatriz, al que acudían bandas de distintos géneros; entre ellas, agrupaciones de cumbia como Los Jharis y el Grupo Guinda. En sus horas libres, F. solía utilizar los equipos del estudio para grabar material propio. En medio de aquellas sesiones, Daniel halló una pista chichera que llamó su atención. La editó, retiró la voz original y, a modo de karaoke, cantó sobre aquella pista una adaptación libre de Como caramelo de limón, un tema del cumbiambero argentino Ricky Maravilla. El resultado es una letra intimista, sin contenido social, donde no hay referencia alguna al mundo de los fans de Los Jharis o el Grupo Guinda, pero sí a las aspiraciones de autenticidad y rebeldía propias de los subtes, aunque ya sin la violencia ni el lenguaje desafiante que caracterizó a las creaciones de aquella escena. Los versos cantados se intercalan, además, con otros declamados en un estilo poético sumamente recargado («Y las palabras apedreaban las puertas de la hipocresía con cantos que solo el corazón podía comprender; escapando de la urbe azucarada, con sus ciénagas y voces fangosas, con sus noticias disfrazadas y sus poses pomposas»), entonados en un registro grave y ceremonioso que contrasta con la referencia paródica a algunos elementos típicos de la chicha también presentes en la canción. De esta manera, al grabar las dedicatorias y guapeos, Daniel imita el estilo de los cantantes chicheros, con el propósito de generar un efecto festivo (humorístico, pero no satírico) y recordar así, en plan chongo, a los patas que lo acompañaron durante sus años subtes. Se trata de una estrategia que, además, puede ser interpretada como un gesto provocador dirigido a viejos fans e integrantes de la escena rockera, que criticaron el alejamiento del F. solista del sonido punk de Leuzemia como una traición a los ideales del movimiento subterráneo. F, por cierto, al igual que Miki González no volvió a realizar ninguna tentativa similar en sus trabajos posteriores. Los motivos los podemos encontrar en una entrevista con Paul Alonso publicada en 2010:

«La chicha me interesa como fenómeno sociológico y como profundización del huayno, el «huayno progresivo». Yo he sido técnico de sonido y he grabado un montón de grupos de chicha, de folclore, de música vernacular, de salsa, de pop. La chicha era lo que más me gustaba grabar, por sus melodías, los arreglos de guitarra, el trabajo de la segunda guitarra. Es alucinante. Pero el problema fue que se hizo tan popular y tan pacho, que sería bien monse de meterme en eso ahorita. De repente, si de aquí a 10 años la cumbia deja de ser lo que es ahora, seguramente sí haría alguna cosa».

En realidad, son algunas de las causas que explican su interés por la vertiente andina de la cumbia peruana las que nos permiten comprender por qué esta no tuvo una mayor presencia en su propuesta musical. Y es que se trata de un acercamiento distanciado, que, como el propio F. acepta, radica en una curiosidad intelectual por la evolución (social y cultural/musical) de un colectivo que, aunque identificado con lo vernáculo (de ahí la alusión al huayno), se siente distinto a él. Es significativo, en este sentido, que hable de un «interés sociológico» por la chicha —un término que, todo hay que decirlo, no usa para referirse a los punks o los rockeros progresivos anglosajones, en rigor, también enmarcados en una órbita cultural diferente a la suya—, poniéndolo por delante de una aproximación estrictamente estética o basada en una identificación subjetiva con el género. Desde esta perspectiva, las referencias a la chicha suelen terminar siendo asociadas a proyectos orientados (de manera explícita) a la forja de una estética nacional, más que a aquellos que, como el de F., buscan, ante todo, expresar un mundo personal. El fragmento de la entrevista que hemos citado expresa otro aspecto interesante: que la valoración de la chicha también se da desde los parámetros del rock (de ahí la especial atención al uso de la guitarra eléctrica) y, en particular, de la contracultura. Desde este último criterio, el rechazo hacia la chicha de parte de la cultura oficial, en cierta medida, explica su atractivo. No sorprende, entonces, el rechazo de F. hacia vertientes más contemporáneas de la cumbia, mejor aceptadas por las élites limeñas y más adaptadas a los cánones de la industria musical global. Como indica el propio F.: «Si fueran géneros ocultos o caletas quizá experimentaría. Pero no me nace ser un “Daniel Yaipén” o un “Leuzemia 5”».

Los inéditos

Durante los años 80, además de Chapi García y Karamelo de limón, existieron algunos otros acercamientos que no decantaron en propuestas de fusión o de los que no hay registro fonográfico, pero que vale la pena mencionar. El primero de ellos es Silencio total, una versión de Silencio, canción original de Los Shapis, realizada por la banda de rock Delirios Krónicos, conformada en 1985 por Julio César Montero, estudiante de Cine de la Universidad de Lima; Liliana Rojas, estudiante de Comunicación de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y Mauricio «Mao» Vargas, estudiante de Bellas Artes. Dicho tema fue incluido en el segundo casete que dio a conocer la escena subterránea, La maqueta de los 13, aparecido en 1986. Se trata de una versión netamente punk del tema de Los Shapis, sin elementos de fusión y que más bien omite todo rasgo chichero (las dedicatorias, los arreglos de guitarra, la melodía bailable, etc.) para resaltar el componente de crítica social de la composición original.

Entre los proyectos que no trascendieron las interpretaciones en vivo tenemos a los hermanos Pereyra, fundadores de El Polen, quienes realizaron una propuesta de fusión con elementos de cumbia andina durante la segunda mitad de los años 80. Sin embargo, no quedaron registros ni grabaciones de aquella iniciativa. Otro caso interesante es el de la banda Durazno Sangrando, fundada por estudiantes de la Pontificia Universidad Católica y que tuvo entre sus integrantes a Fernando Bryce, hoy un reputado artista plástico; y a Rodrigo Quijano, hijo del sociólogo Aníbal Quijano, actualmente crítico de arte. Vinculado a Kloaka, Durazno Sangrando participó del primer recital de este movimiento literario con una mezcla de chicha y rock. Si bien la falta de grabaciones nos impide decir algo sobre la propuesta musical del grupo, sí hay registro de las opiniones de sus miembros, lo que puede darnos una idea de sus motivos y de la visión que algunos jóvenes músicos tenían sobre la chicha. En 1983, el poeta Roger Santiváñez entrevistó a Bryce y Quijano a propósito de la aparición de la banda. En ella, ambos expresan una perspectiva ambigua sobre el rock. De un lado, manifiestan su descontento con la corriente progresiva, que consideran anquilosada, y rescatan la energía del punk inglés, así como su radicalismo espontáneo, propio de la base social de dicho movimiento. Sin embargo, también señalan el despropósito de imitar modelos foráneos: «aquí el punk en sí mismo no tiene sentido». En este marco, plantean apostar por lo que consideran una «creación auténtica», tomando la base del rock y mezclándola con ritmos peruanos para desarrollar un sonido original y local, que conecte con el sentir de las grandes mayorías del país. Desde su punto de vista, la expresión simbólica, cuya incorporación permitiría lograr este cometido, es la chicha:

«Para mí la chicha es la música popular más auténtica. Es la semilla de lo nuevo, de lo futuro. El elemento tropical y el andino se ensamblan en una creación distinta, original, que capta el sentimiento de la mayoría de la población de Lima. El rock tiene un alcance más limitado: la clase media, la pequeña burguesía. Mucha más gente va a ver a Chacalón que a Frágil (…) La chicha es la música de la gente que va a hacer la Revolución  

Para poner en contexto estas palabras, no hay que perder de vista la vinculación de los integrantes de Durazno Sangrando con el mundo intelectual de la época pre Sendero. De hecho, más que por ideas vigentes en la escena rockera, su perspectiva está claramente influida por el discurso de diversas formaciones artísticas activas durante los años 80, como E.P.S. Huayco o el propio Kloaka, los cuales encontraban en lo popular elementos transgresores de la cultura y la política oficiales, que, según creían, debían ser la base para, en un mismo movimiento, establecer una estética nacional y renovar el proyecto socialista de cambio social (Mitrovic 2016). Hay que destacar, sin embargo, que ni el discurso ni la trayectoria de la banda son representativos de la escena del rock en los años 80. La impronta de las vanguardias literarias y artísticas sobre la movida del rock subterráneo, por ejemplo, fue menor y más bien respondió a un intento de dichas formaciones por sumarse a aquellas expresiones juveniles.

Se enfría el interés por la chicha

En la década siguiente, en 1992, Los Mojarras publicaron Sarita Colonia, un álbum editado por El Virrey, que contiene algunos temas con clara influencia chichera como Absuelto Criminal, Cachuca o, el más conocido, Sarita Colonia. Si bien entrar en detalles sobre la propuesta de Los Mojarras excedería los límites de esta investigación, no podemos dejar de mencionarla, pues representa un hito en por lo menos tres sentidos. En primer lugar, con ellos, los acercamientos a la chicha dejan de ser aislados y anecdóticos para constituirse en una parte importante de la propuesta estética de una banda de rock. En segundo lugar, se trata del primer intento de mezcla realizado por una agrupación constituida, propiamente, por cholos. En los casos anteriores, estábamos ante proyectos protagonizados por músicos de capas medias y altas (varios ligados, incluso, con el mundo de las letras y las artes) o de familias criollas empobrecidas. Ninguno podría haber sido confundido con, digamos, un asiduo a la Carpa Grau. Por el contrario, Los Mojarras sí tenían vínculos afectivos cercanos con la chicha. Parte de su entorno cercano frecuentaba la Carpa Grau, además, la chicha era el género favorito de muchos de sus vecinos, amigos o familiares y, tal vez lo más relevante, ellos reconocían a la cumbia andina como parte importante de su identidad como limeños e hijos de provincianos. En tercer lugar, hasta entonces, los experimentos que conocemos (los de Miki González y Daniel F.), más que fusionar géneros, apuntaban a emular o utilizar pistas ya grabadas para, sobre ellas, hilvanar sus composiciones. Más que a la fusión, apelan a un ejercicio de montaje sonoro a base de samples. En el caso de Los Mojarras, el entramado es distinto. También usan referencias explícitas a rasgos típicos del género, como la dedicatoria del tema Cachuca, una clara alusión al famoso hit de Chacalón (aunque con el propósito de resaltar su influencia y homenajearla, antes que con intención paródica); pero es en el plano tímbrico donde dan un paso más allá, reformulando, por ejemplo, el sonido original de la guitarra chicha. Al reemplazar el efecto de fuzz por un pedal de overdrive, logran unir, en un mismo instante, la cadencia propia de la chicha con un timbre de hard-rock innovador para la época.

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Posteriormente, en esta misma senda, hubo otros rockeros, como los de La Sarita o La Sonora del Amparo Prodigioso, agrupaciones integradas, parcialmente, por exmiembros de Los Mojarras, que continuaron experimentando con la chicha y la convirtieron en una influencia recurrente en su propuesta. Los rockeros del otro lado del Rímac, sin embargo, casi como cediéndoles a los del Agustino toda la iniciativa, asumieron la tendencia opuesta. Y así, en lo que sigue de la década, encontramos solo una canción de impronta cumbiera: Agustín Tupacay, de la banda barranquina Los Nuevos Predicadores, que alcanzó cierta notoriedad al término del siglo pasado.

Ahora bien, es importante notar que el menor interés de los rockeros de clase media hacia la cumbia andina coincidió con una pérdida de visibilidad mediática de la misma, la cual experimentó un declive a fines de los años 80: su cobertura en medios masivos retrocedió con la llegada de otros ritmos (como la salsa sensual o el merengue) y varios chichódromos clásicos del centro de Lima cerraron o se convirtieron en salsódromos o discotecas de repertorio variado. Así, pues, su alcance se acotó y su circuito de locales tendió a expandirse más hacia los conos urbanos de la capital (Quispe 1992).

¿Este declive es suficiente para entender por qué la cumbia andina no atrajo, durante la década de los años 90, una mayor atención por parte de los músicos de rock? En parte, la menor presencia de la chicha en los medios de comunicación pudo haber distanciado al género de muchos músicos entusiastas que, tal vez en otras circunstancias, hubiesen desarrollado un mayor interés por él. Sin embargo, no hay que exagerar. Si algo se puede concluir del breve repaso que hemos elaborado es que, ya desde los años 80, la atención por la cumbia andina fue escasa en el circuito rockero. Podemos contar prácticamente con una mano los proyectos que incorporaron influencias de la cumbia andina. Además, y aún más importante, debemos considerar que el entusiasmo por la chicha entre los músicos de rock no fue unánime, más bien, la opinión que muchos tenían sobre ella no era favorable. En principio, existía la idea de que se trataba de música mal ejecutada. Su carácter comercial, asimismo, despertó suspicacias entre muchos. Los puristas la creían un empobrecimiento de la tradición andina y los progresistas la acusaban de políticamente inofensiva. Otra parte de sus detractores, los más limitados, la despreciaban por considerarla propia de serranos y cholos. El trasfondo de esta crítica era el rechazo y temor de los viejos limeños hacia los migrantes andinos y sus descendientes, a quienes consideraban invasores y responsabilizaban del deterioro social y urbanístico de la capital[9]. La chicha concentró mucho de este rechazo hacia lo migrante y los chichódromos —varios ubicados significativamente en zonas emblemáticas del Centro de Lima— compartieron, en la mente de muchos limeños, el lugar antes asignado a las barriadas. Es decir, muchos percibieron a los chichódromos como el resultado de ocupaciones desordenadas y violentas que rápidamente transformaron lugares icónicos del Centro de Lima en focos de incivilidad y delincuencia.

Durante los años 80 y buena parte de los 90, caló muy fuerte la identificación de la fiesta chichera con lo lumpen y, más en general, con el advenimiento de un comportamiento social caracterizado por su agresividad, pragmatismo y desobediencia a las normas. A este comportamiento alude el término achorado, que sirvió primero para designar conductas delincuenciales y luego pasó a definir un estilo de actuar en la urbe; este cambio de significado permitió el uso posterior del término chicha para denotar ya no un género musical o un grupo social específico, sino una cultura definida, entre otras cosas, por su rechazo a los valores republicanos y su vínculo con la informalidad. Hacia la segunda mitad de los años 90, este uso de la palabra ya estaba bastante arraigado. Se hablaba, entonces, de diarios chicha, economía chicha, políticos chicha, etc. (Quispe 2004). Lima, pues, durante el periodo en cuestión, se tornó una ciudad dividida en el plano social (entre cholos y gente decente), pero también en el plano espacial (Martuccelli 2015). Las clases pudientes buscaron alejarse lo más posible del centro urbano y de todo lo que representaba, mientras los sectores medios o bajos tradicionales, con menos recursos para seguirlas en su fuga, apelaron a otras formas de distanciamiento. Tales reacciones se expresaron en sus preferencias musicales, a las que, ya sea por interés monetario o por comunidad de ideas, los programadores radiales y promotores de conciertos tuvieron que ajustarse. Es ilustrativa, en este sentido, una historia que nos refirió Gabriel Gallego, frontman de Los Nuevos Predicadores, a quien le sugirieron aligerar la influencia chichera de Agustín Tupacay con el fin de hacerla más radiable[10].

Otro factor a tener en cuenta en esta historia es que el interés por la fusión musical y los ritmos locales había decaído desde los años 80, algo que sin duda debe emparentarse con el declive del poder de atracción del folk, la psicodelia y el hippismo sobre los jóvenes de entonces. Al menos en el plano sonoro, muchos músicos parecían más interesados en familiarizarse y usar las nuevas corrientes anglosajonas para expresar sus propios intereses e inquietudes. En este sentido, es interesante el testimonio de Miki González, quien, en una entrevista del año 2015, señaló lo siguiente: «Ahora hay una tendencia muy marcada con la revalorización de la cumbia, de la estética chicha y todo eso. Es una mirada importante hacia lo popular, que está muy bien. En la época en que yo lo hacía, eso más bien era lo que no se debía hacer. Lo importante era sonar como un grupo gringo». Cargando un poco las tintas, lo mismo podría decirse de las otras dos escenas de las que hemos hablado. En el Agustino, por ejemplo, la emergencia de propuestas de fusión solo irrumpe durante los años 90. Antes de ello, circulaban bandas de covers y la influencia de grupos argentinos de rock se dejaba sentir de manera clara.

¿El verdadero punk nacional?

En el caso del rock subterráneo no se llegó a concretar nunca un acercamiento más estrecho a la chicha, aunque, a primera vista, parecían existir condiciones para ello. Después de todo, ambas escenas coincidían en ocupar una posición marginal en sus respectivos campos, el del rock y el de la música tropical, respectivamente. Además, compartían cierta imagen ligada a la trasgresión y la agresividad, pero también al amateurismo y al mal gusto musical, en las cabezas de varios segmentos de la «Lima oficial». Asimismo, facciones de la izquierda descalificaron tanto a la chicha como al rock subterráneo por considerarlos expresiones sin identidad e ideológicamente confusas. Además, en gran medida, tanto subtes como muchos músicos de chicha compartían el mismo paisaje urbano. Pese a ello, no ocurrió mayor aproximación o, en todo caso, la hubo en grado mínimo. Incluso, aunque llegaron a tener contacto con movimientos que, desde la literatura o las artes, buscaron experimentar con las nuevas manifestaciones de lo popular en la ciudad, esta inquietud no fue asumida por los subtes.

Un primer elemento a tomar en cuenta es que, si bien estos sí tenían una agenda localista, ella se orientaba hacia la reivindicación del uso del español en las letras, antes que a incorporar elementos populares nativos: el camino inverso al que (en muchos casos) tomaron los rockeros de los años 70, de los que tanto ansiaban diferenciarse[11]. Esta agenda, cabe precisar, se desplegó en un ambiente donde todavía se percibían rastros de la prédica nacionalista del Gobierno Militar, palpable, sobre todo, en la particular susceptibilidad al problema de la alienación cultural. La crítica subte al rock peruano cantado en inglés también puede interpretarse desde esa línea. El hecho es que, con el tiempo, tal preocupación evolucionó hacia un cuestionamiento sobre la pertinencia de cultivar el punk —un género que, en Inglaterra, había sido creado por jóvenes de clase obrera— en el Perú, alentado sobre todo desde la izquierda y por los integrantes más politizados del movimiento. La sospecha de que ello podía ser interpretado como una mera importación de discursos sacados de contexto, dado los orígenes clasemedieros de la mayoría de subtes, era inevitable en un movimiento que había hecho de la autenticidad su emblema.

Es interesante el movimiento punk inglés de los años 77-80. Es interesante por el tipo de gente que hizo el punk: hijos de obreros, capas explotadas, lumpen. Eran políticamente espontáneos y radicales. La burguesía los detestaba. En sus canciones se burlaban e insultaban directamente al Estado y a la Reina. Por eso es ridículo que algunos burguesitos en Lima se disfracen o hagan una moda con lo que allá era odiado por la burguesía. Hasta ese punto revelan su colonización mental (Rodrigo Quijano, entrevista con Roger Santiváñez, 1983).

A partir de lo anterior, empieza a haber una diferenciación entre el punk como estilo musical y como fenómeno sociológico. Varios subtes reivindican su interés en la propuesta estética, al mismo tiempo que aceptan tener orígenes sociales distintos a los de los jóvenes que iniciaron aquel movimiento contracultural. Lo más interesante, sin embargo, es que este deslinde, que condujo a un distanciamiento de lo punk como estilo de vida, dio pie a una reconceptualización de la chicha, la cual fue imaginada por algunos como «el verdadero punk nacional».

(Y ya que constantemente están pendientes de las manifestaciones que se movilizan por la ciudad, ¿qué hacen con el fenómeno chicha?) Simplemente lo saboreamos. La chicha tiene un desarrollo particular, diferente al nuestro, podría inclusive decir que es la verdadera música punk nacional, pues proviene de los sectores marginales. Y que escuchen bien esto los Benito Lacosta, los Leuzemia y los Zcuela Crrada, meros seguidores de patrones de conducta que no tienen nada que ver con nuestra realidad nacional. (Piero Bustos, entrevista al diario Marka, 1985).

(¿Eres punk?) No, porque yo solo he retomado la onda musical, pero no la forma de vida. (¿Por qué?) Yo no me considero marginal. Marginal es la chicha, eso es lo que más se acerca a la onda PUNK por la composición social de la gente y por la violencia potencial que tiene (Edwin Z., entrevista con Pedro Cornejo, 1987).

En gran medida, tales afirmaciones se sustentan en las coincidencias percibidas entre el perfil socioeconómico y cultural asociado a los músicos y consumidores de chicha, y el de los punks ingleses, cuya trayectoria fue el principal referente para definir lo punk en el Perú. Un concepto importante en este punto es la noción de marginalidad, preferida para caracterizar la situación inglesa y peruana, por sobre consideraciones étnicas o de clase. Y es que, si bien lo marginal no las descarta, hace más hincapié en el hecho de ser excluido y mantener una actitud beligerante frente a lo establecido. En tal sentido, es probable que sin el virulento rechazo que generó en las capas pudientes (indesligable del grado de exposición mediática que alcanzó), ni la agresividad retadora de lo oficial implícita en el estilo achorado, la chicha hubiese llamado mucho menos la atención de los músicos de rock[12].

Sin embargo, en relación con este último punto, cabe precisar que las lecturas planteadas desde el rock peruano sobre la chicha fueron diversas y parciales. En realidad, parece que cada cual vio lo que quiso ver, en parte porque el desarrollo de dicho estilo lo permitía. Algunos, los menos, principalmente rockeros que estudiaban carreras universitarias ligadas a las humanidades o las artes y que por ello estaban más expuestos al discurso de las vanguardias artísticas y políticas de la época, encontraron en ciertas letras del cancionero chicha la demostración de una inclinación contestataria con la que coincidían —como fue el caso de Durazno Sangrando o Delirios Krónicos—. Al contrario, otros músicos consideraban al género trivial y sin filo, más allá de que pudieran mostrar cierta simpatía por él.

Hay grupos de chicha que me gustan, por ejemplo, Pintura Roja, la música que hacen me gusta aunque la letra no la considero muy importante. La chicha podría mejorar si tuviera letra más directa y música más agresiva (José Eduardo Matute, entrevista con Cecilia Barriga, 1985).

En general, la asociación de la chicha con lo festivo y lo comercial jugó un papel importante en la ambigüedad o el desinterés de muchos subtes hacia ella. Después de todo, si en el caso de estos la marginalidad en relación a la industria musical y al establishment social era algo buscado y celebrado, la posición de los chicheros sobre el asunto fue opuesta; tal como lo demuestran sus contactos fluidos con la industria y la política oficial. Podría decirse que a los grupos de cumbia andina la marginalidad les fue, más bien, impuesta, y, cuando pudieron sortearla, lo hicieron. Por el contrario, en el imaginario de los subtes la marginalidad se convirtió en un destino buscado al idealizarla como un espacio alternativo, alejado de una sociedad considerada hipócrita e incoherente, que no les permitía desplegar sus valores y creatividad con libertad. Con el tiempo, estas maneras tan distintas de asumir la marginalidad se harían patentes y conducirán a miradas menos entusiastas, cuando no abiertamente hostiles, hacia la chicha.

Otro factor a considerar es que la aproximación de muchos rockeros al género estuvo mediada por el discurso de las ciencias sociales. De hecho, durante los años 80, un periodo de auge editorial para aquellas, hablar del «valor sociológico» de la chicha como su principal activo era casi un lugar común en los sectores progresistas de la clase media. En la práctica, esto supuso adjudicarle un programa estético cuyo fin último es la expresión de una identidad socio-étnica, ligada a un territorio específico, a una localidad; una identidad que, además, no se asume como propia, con la que, en mayor o menor medida, se siente una distancia. Las virtudes propiamente estilísticas del género, desde esa perspectiva, quedaban un poco al margen. Una consecuencia interesante de todo esto es que varios músicos asumieron que la representación sociológica de la chicha escondía el mandato de apreciarla como una forma de solidaridad hacia las identidades sociales de los que menos tienen. Frente a ello, animados por el antiintelectualismo que influyó a parte del movimiento, varios subtes tomaron distancia. Algunos, incluso, cambiaron notoriamente de opinión, como es el caso de José Eduardo Matute, a quien citamos líneas más arriba:

(¿Qué opinas de la (música) chicha, José Eduardo?) La chicha me parece chistosa. A otra gente le gustará y le parecerá importante, pero como yo no la siento, no me gusta. No estoy en el plan de los que no les gusta la chicha, pero dicen que es buena porque refleja a la gente que ha venido de provincias. Esas son cojudeces, típico de un intelectual barranquino de segunda (José Eduardo Matute, entrevista con Jorge Ninapayta, 1987).

Esta inclinación iba a la par de la impericia técnica característica del movimiento subterráneo, la cual por un lado fue parte importante de su discurso identitario[13], pero al mismo tiempo constituía una limitante para cualquier intento de acercamiento a otros géneros[14]. En síntesis, para que pudiera concretarse un acercamiento a la cumbia no solo había que superar la falta de competencias musicales, sino también los rígidos códigos del movimiento subte, que no hicieron más que endurecerse con el paso de los años.

Historia de un technofraude

Tales condiciones parecían haber empezado a cambiar con el fraccionamiento de la movida subterránea y de las diferentes reestructuraciones que el mundo del rock en Lima sufrió durante los años 90. Uno de los cambios más notorios involucró la emergencia de nuevas relaciones con la industria fonográfica y con la idea misma de lo utilitario en la música. En realidad, bandas que buscaban distinguirse de los extremos que representaban, por un lado, el circuito comercial y, por el otro, la escena subterránea, existieron siempre. Sin embargo, recién a mediados de los años 90, este tipo de agrupaciones empezaron a ganar fuerza y a hacerse un espacio. Algunos grupos estaban conformados por viejos subtes, otros no, pero a partir de entonces se empezó a sustituir la denominación rock subterráneo por los términos alternativo o independiente, vigentes hoy todavía. Ambas categorías, si bien hacen hincapié en la aspiración de los músicos por tener el control creativo de su propio material, no implican un rechazo a lo comercial, y, por lo tanto, suponen la posibilidad de integrarse al circuito oficial, si las condiciones les resultan favorables (Cornejo 2002).

Por otra parte, se amplió el espectro de influencias musicales asumidas por los rockeros limeños. La llegada de la televisión por cable, MTV latino y la aparición de un circuito de comercialización de casetes y discos compactos (muchos pirateados o de segunda mano), con sede en Jirón Quilca y Galerías Brasil, facilitó la circulación de novedades provenientes del hemisferio norte y de otras regiones de Latinoamérica. Así llegó a difundirse, entre los jóvenes, propuestas de fusión que venían trabajándose en esas partes del mundo. Profundizaremos en el punto más adelante. Por el momento, solo nos interesa señalar que este escenario influyó en la aparición de bandas locales que desarrollaron propuestas de fusión, varias de las cuales participaron del circuito barranquino que emergió durante la década de 1990 (por ejemplo, El Ghetto o La Pura Purita). Allí se combinaron estilos como el hardcore, el punk, el funk con otros ritmos jamaiquinos como el reggae, el ragamuffin y, sobre todo, el ska, que había dejado sentir su impronta entre los rockeros limeños (comerciales o no) ya desde los años 80 (Riveros 2019). Pero, aunque también hubo quienes incorporaron ritmos tropicales latinoamericanos a su propuesta, a casi nadie se le ocurrió acercarse a alguna de las distintas variantes peruanas de la cumbia.

Ello fue así, pese a que, hacia fines del siglo pasado e inicios del presente, otra manifestación de la estética tropical popular logró ubicarse como un fenómeno de masas: la technocumbia; una expresión musical que tuvo, además, la particularidad de conseguir un grado de aceptación en circuitos oficiales (donde aparecieron programas radiales y televisivos —como el de Janet Barboza— dedicados a difundir ese ritmo) y en las capas acomodadas de Lima (algo que, incluso, dio pie a diagnósticos apresurados sobre la existencia de una integración nacional en ciernes) nunca antes alcanzado por la cumbia andina o chicha durante su explosión mediática en los años 80.

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Curiosamente, la única aproximación conocida desde el rock a la technocumbia no fue realizada por ninguno de aquellos grupos orientados a la fusión, sino por uno de impronta punk rock: Metadona. Esta banda grabó una versión en vivo de Tu amor fue una mentira, del grupo sechurano Agua Marina. La grabación fue incluida en el disco tributo Antología Y Conciertos Para Kilowat, publicado el año 2002. La versión de Metadona nos coloca frente a un tema pankeke, en la línea de lo hecho por el grupo argentino Attaque 77 con la canción de Gilda, No me arrepiento de este amor. Ambas propuestas tienen, sin embargo, diferencias interesantes para resaltar. Mientras la interpretación de los argentinos erradica toda referencia a la bailanta para inclinarse por un sonido netamente punk, la versión de Metadona procura incorporar elementos locales. Empieza, por ejemplo, con una percusión ahuaynada, acompañando los primeros versos de la lírica (elección curiosa, dicho sea de paso, teniendo en cuenta el origen costero y norteño de Agua Marina), que produce un efecto de suspenso, antes de iniciar la interpretación (ruda y veloz) del estribillo. Hacia la mitad de la pieza, el tempo se ralentiza, la batería imita un ritmo tropical, la guitarra rítmica ensaya el tema de la melodía original, mientras la guitarra principal enmudece. Luego de la pausa, el estilo punk es retomado hasta finalizar el cover. La transición es brusca; los distintos fragmentos aparecen como compartimentos estancos y, en general, la interpretación del pasaje tropical deja la sensación de torpeza y, sobre todo, de desgano. En tal sentido, es muy expresiva de la actitud de estos músicos (y de la mayoría de los miembros de la escena alternativa) hacia la technocumbia, las palabras que abren y cierran la canción. Así, antes del redoble que le da inicio, uno de los integrantes de la banda sentencia «Esta huevada es el technofraude». Más adelante, la misma persona voz el último verso, «tu amor fue una mentira que destrozó mi corazón», con un satírico «au».

Chicha y technocumbia: fusiones y fisiones

Este distanciamiento irónico presenta algunas similitudes con las reacciones que la chicha había suscitado antes. De hecho, muchas de las críticas que se le habían hecho (referidas al mal gusto, a su carácter comercial y a la carencia de contenido político en sus letras) fueron retomadas, casi una década después, para atacar a la technocumbia; algo paradójico si se tiene en cuenta que, en cierta medida, la elección de dicha etiqueta fue adoptada para evitar comparaciones incómodas con la vertiente andina popularizada en los años 80. Al final, la estrategia fracasó rotundamente. Las razones son diversas. Una de ellas es que, luego de un periodo inicial marcado por la hegemonía de las agrupaciones amazónicas —cuya imagen y sonido eran más cercanos a los estándares del mercado internacional de la música tropical y al gusto medio de los sectores criollos de Lima—, surgieron nuevos grupos de otras regiones del país, de sonido y aspecto más andinos, que fueron puestos en vitrina en los mismos espacios de difusión creados a raíz del boom inicial de la technocumbia. Las bandas clásicas de los años 80 (y de más atrás) también tuvieron cabida allí. Programas de gran sintonía, como por ejemplo, La movida de los sábados, conducido por Janet Barboza, fungieron, en tal sentido, de aglutinadores de viejos y nuevos estilos, y contribuyeron a diluir la diferenciación que se pretendió establecer inicialmente con la chicha (y, sobre todo, con los múltiples prejuicios que lleva asociados). En ese contexto, antiguas asociaciones despertaron y el uso peyorativo del término chichero o chicherito se hizo común entre los sectores acomodados para establecer límites, estéticos y sociales al mismo tiempo, entre los cholos y las élites. Como en los años 80, muchos rockeros, incluidos los del circuito alternativo, compartieron tales prejuicios.

Ahora bien, technocumbia y chicha también se hicieron indiscernibles por otros motivos. La manipulación de la technocumbia (sobre todo en su variante amazónica) por el fujimorismo y la aparición frecuente de sus principales intérpretes en la prensa amarilla, la convirtieron en una expresión más de lo que entonces se llamó cultura chicha. Así, hacia finales de los años 90, la technocumbia llegó a estar fuertemente asociada con este término, incluso más que el ritmo que inspiró su aparición. Después de todo, mientras la chicha representó el soundtrack de la crisis social en el imaginario de las clases medias y acomodadas de Lima, la technocumbia constituyó el fondo musical de tiempos mejores en lo económico pero precarios en lo concerniente a la moral pública. De forma progresiva, la technocumbia terminó asociada al auge del entretenimiento sensacionalista y al quiebre del estado de derecho por el régimen de Fujimori. Simultáneamente, en la escena del rock alternativo, la technocumbia también generó aversiones donde, si bien las inquietudes privadas habían ganado terreno, la consciencia política aún se dejaba sentir con relativa fuerza.

Pero hubo además otros factores de alejamiento. En principio, recordemos que con la denominación technocumbia se agrupó a diferentes estilos surgidos en diversas regiones del país (con cierta preponderancia de la vertiente selvática), que tenían entre sus características comunes más saltantes el papel de los sintetizadores en su estructura musical. Tales dispositivos ya habían sido utilizados por grupos de los años 80; sin embargo, es con la technocumbia que alcanzan un perfil protagónico, a tal punto que su presencia ayuda a definir el nombre del nuevo estilo. Aunque se conoce de su uso en ciertas manifestaciones de la escena alternativa, la simulación de instrumentos a través de sintetizadores suscitaba desconfianza, sobre todo, entre quienes estaban influidos por corrientes como el hard rock o el grunge. El hecho no es raro, teniendo en cuenta que un eje continuo en la ideología del rock es la reacción explícita contra tecnologías capaces de reemplazar instrumentos y a sus ejecutantes, bajo la idea, de origen romántico, de que la producción de ritmos a través de máquinas no permite expresar sentimientos personales (Frith 1988). Estas actitudes, en las que se funden parámetros éticos y estéticos, se desplegaron en un contexto de propagación del consumo de música electrónica en todos los estratos sociales, y, sin duda, constituyeron un factor relevante en el distanciamiento respecto a la technocumbia. Evidentemente, dicho parecer no solo se apoya en la percepción sobre la importancia de lo tecnológico en el sonido del género, sino también en otras premisas sobre la naturaleza de su vínculo con el mercado.

Como señalamos líneas arriba, con la technocumbia se reciclaron argumentos que, en su momento, sirvieron para deslegitimar a la chicha. Sin embargo, diversos análisis (inclusive los menos entusiastas) coinciden en señalar que la technocumbia implicó un paso adelante en lo que respecta a la adecuación de un género popular local a las pautas de la industria global. Pero no solamente eso. El éxito de la technocumbia permitió un nivel de penetración en circuitos oficiales que la chicha no llegó a conocer y cuyas repercusiones perduran hasta hoy. De ahí que, a diferencia de lo ocurrido en la década de los 80, actualmente resulte poco frecuente escuchar a alguien descalificar como periférico o marginal al conjunto de estilos que conforman la cumbia peruana.

Lo importante a resaltar de todo esto es que, hacia finales de los años 90, se instala una suerte de establishment musical de lo tropical popular local; un fenómeno que se relaciona con el surgimiento de nuevas clases medias, con el descubrimiento por parte del sector privado de un nuevo mercado por explotar entre los sectores emergentes (la edificación de grandes malls en los anteriormente conos de Lima es otra expresión de ello), y con la pérdida progresiva de poder que, desde mediados del siglo pasado, sufren las clases medias tradicionales de su rol como orientadoras del gusto para las capas populares. El dato es clave para la historia que estamos narrando, pues, a raíz de ello, se inicia un revisionismo entre músicos, críticos y sellos discográficos en el catálogo de la cumbia peruana que, por primera vez, al comparar las vertientes de antaño con las de moda, declara la superioridad de las antiguas. Se trata de un momento inusual en el cual, al mismo tiempo que se difuminaban los límites entre la chicha, lo chicha y la technocumbia, se operaba, en ciertos sectores ilustrados, un proceso contrario de separación, donde la chicha o, más precisamente, todas las corrientes originadas desde los años 80 hacia atrás, empiezan a imaginarse como mejores por ser más auténticas, más originales, más artísticas, más políticas, etc.[15] Tal diferenciación no tuvo mayor eco fuera de dichos sectores ilustrados (músicos, melómanos, intelectuales, etc.). Por el contrario, de manera paradójica, entre la mayor parte de los sectores populares, medios y acomodados se alimentó la asociación entre chicha y technocumbia, en la medida que ello suponía el reconocimiento de una continuidad y, por lo tanto, la existencia de una densidad simbólica propia de lo tropical nacional. Es a finales de la década de los 90, con el éxito comercial de la technocumbia atravesando por primera vez todos los sectores sociales, que la cumbia comienza a ser percibida por primera vez como un género musical propio capaz de representar el rostro urbano, si no del país, por lo menos de la ciudad de Lima (Thieroldt 2001). En la década de 1980, casi todas las lecturas sobre la chicha buscaban entenderla en relación al folclore andino, y no son pocos quienes la consideran una degradación de dicha herencia. A fines de los años 90, ya no ocurre lo mismo. Hay un cambio con la technocumbia, la cual es examinada, principalmente, en referencia a los resultados conseguidos por los intentos precedentes de mezclar el ritmo de origen colombiano con expresiones nativas; una disposición detrás de la cual subyace la actual aceptación de una tradición local realmente existente. Dicho de otro modo, es en este momento, durante la segunda mitad de la década de los años 90, que comienza a emerger, por primera vez en el imaginario de los limeños, un vínculo entre la cumbia y una identidad peruana que escapa a la habitual dicotomía andino/criollo. Es decir, con la technocumbia se comienza a establecer un vínculo entre la cumbia y una identidad colectiva de carácter nacional que, a diferencia de lo ocurrido en los años 80, no se restringe solo a darles rostro a los sectores populares.

El periodo en cuestión supuso un cambio de paradigma en los parámetros que definían el valor de la cumbia. Como bien apunta un comentarista de la época, en los años 80 su prestigio era, básicamente, de naturaleza sociológica: quienes la defendían lo hacían poniendo por delante su carácter de expresión cultural de las masas populares emergentes. Es decir, la cumbia era relevante, ante todo, porque representaba la «voz de la migración». Antes que presentarle mayor atención a la música, lo importante era estudiarla como fenómeno social. Solo después, hacia finales de los años 90 e inicios de los 2000, se hace más común reconocerle cualidades estéticas. Es en este contexto que, a partir del contraste con los sonidos generados por teclados y sintetizadores característicos de la technocumbia, entre diversos músicos, coleccionistas y melómanos empieza a despuntar la guitarra eléctrica como emblema de lo auténtico y de lo virtuoso en la música tropical hecha en el país; algo impensado pocos años atrás, cuando el impacto de la electrificación en los ritmos nativos suscitaba acusaciones de alienación cultural.

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[1] A mediados de los años 70, comenzó un periodo oscuro que puso fin a la «Primera etapa del rock nacional», un arco temporal de 18 años que se inicia en 1957 y concluye en 1975, año en el que la mayoría de grupos se disuelve sin que otros aparezcan en su reemplazo. Carlos Torres Rotondo nos contó que en una conversación informal con el recordado Estanislao Ruiz Floriano (el primer investigador del rock peruano) este le dijo: «La crisis viene del 71. Para 1973 ya no había tío. Aparecieron algunas cosas pero fueron pocas y así se estuvo hasta el 75, pero esos fueron los últimos coletazos de la primera escena». Las razones del final fueron diversas; entre ellas el fin de las matinales, la desconexión con el público masivo, el hecho de que la mayoría de bandas optase por cantar en inglés, el elevado costo de los instrumentos musicales debido a los impuestos sobre las importaciones que impuso Velasco, la poca difusión en medios y la limitada infraestructura para conciertos de tamaño medio, etc. En el plano internacional, las cosas tampoco iban mejor, la contracultura evidenció los límites de su discurso y la inefectividad de sus acciones, además, los Beatles se separaron y, debido al abuso de sustancias, en menos de un año murieron músicos importantes como Jim Morrison, Janis Joplin y Jimi Hendrix. En el mundo el rock entró en repliegue y, en el Perú, si bien no desapareció por completo, «regresó a las catacumbas de donde había nacido» (Torres Rotondo 2009). Entre 1975 y 1980 no se publicaron discos de rock nacional. Desde 1981 hacia adelante la escena volvería a reorganizarse progresivamente y aparecerían las primeras grabaciones de Frágil y Up Lapsus. Pueden hallar más información sobre el tema en Demoler. Un viaje personal sobre la primera escena del rock en el Perú y Se acabó el show. 1985, el estallido del Rock Subterráneo. Ambos libros del escritor Carlos Torres Rotondo.

[2] Dichas escenas compartieron el recurso a la autogestión, pero mantuvieron posiciones diferentes respecto al papel del mercado en la música. Simplificando, se podría decir que mientras el rock subterráneo buscó ubicarse en las antípodas del rock comercial, los grupos de El Agustino sostuvieron una actitud ambigua sobre el tema: en gran medida, su posición se vinculó más con las dificultades para incorporarse al circuito mainstream que con una resistencia principista al capitalismo musical. Tal aspecto (y otros más) originaron tensiones entre las tres escenas. Sin embargo, hubo también puntos de encuentro, como lo demuestran las colaboraciones de algunos subtes notorios con Miki González o la participación de diversas bandas subterráneas en el Agustirock.

[3] Por ejemplo, en uno de sus conciertos más memorables, Los Shapis lograron llenar el estadio de Alianza Lima en La Victoria. Además, eran invitados a programas televisivos, también grabaron un comercial en donde Chapulín y Jaime Moreira, cantante y primera guitarra del grupo, aconsejaban a los televidentes abrir una cuenta en el Banco Agrario y, en 1986, filmaron la película Los Shapis en el mundo de los pobres, exhibida en los cines de Lima y provincias. De manera similar, Viko y su grupo Karicia, importante agrupación de la época, grabaron la película El Rey. Esta cinta, protagonizada por el propio Vico, narra la historia de un joven pobre que, a base de esfuerzo y trabajo, logra triunfar en la capital.

[4] «Las letras del primero (del primer Long Play) surgieron un poco luego de asistir a un festival latinoamericano al que me invitó Tania Libertad. Yo no estaba politizado y no conocía las consignas comunistas. Pero el espíritu de unión latinoamericana que había me tocó mucho. Me dije que era algo muy fuerte y que había que hacer letras. Por eso mi long play parece político». Entrevista con Mariella Balbi (1987).

[5] «Feliz independencia, que les dure». El día que Charly García rechazó la bandera peruana en concierto. Publimetro, 27 de julio del 2018. Link: https://www.publimetro.pe/entretenimiento/2018/07/28/feliz-independencia-que-les-dure-dia-que-charly-garcia-rechazo-bandera-peruana-concierto-76956-noticia/

[6] Cabe destacar que hay otra referencia a Los Shapis en Puedes ser Tú. Se trata del rock Soy un proletario, que trata del personaje del título y que incluye la frase: «Yo escucho a los Shapis y me gusta el rock and roll». Con guiños evidentes a Ambulante Soy, la canción aborda un motivo frecuente en el repertorio de la agrupación huancaína: el retrato de tipos sociales, definidos por su posición en el mundo laboral, y sus dificultades cotidianas. La instrumentación, sin embargo, ya no evoca el sonido chichero.

[7] «El tema más reciente es el de la música andina. Me gusta cómo el hombre andino se ve a sí mismo no como europeo, aunque está muy mezclado. Cuando me presentan la cultura andina en un contexto europeo, no me gusta para nada. Me fascina que todavía se conserven valores, como la manera de expresar la música en el altiplano que se comunica con sus divinidades. Porque constantemente están conectados con su medio ambiente. (Te interesa entonces lo que está en su estado más natural, más cerca de la cultura original). Sí, digámoslo así. Y eso existe en Perú». Entrevista con Paul Alonso (2010).

[8] «No conozco mucho la chicha. Conozco el trabajo de Los Shapis, tengo una relación con ellos. Por ejemplo, hemos tocado juntos en Huancayo. La chicha vacila, tiene sus cositas». Entrevista con Mariella Balbi (1987).

[9] Si bien el desprecio no era nuevo, pudiendo rastrearse hasta los inicios de la ola migratoria durante los años 40 del siglo pasado, lo cierto es que en los años 80 el desprecio se intensificó por la grave crisis económica y política. Entre las clases medias, la dramática pérdida de poder adquisitivo reforzó la aparición de conductas discriminatorias como un modo de evitar la pérdida de estatus.

[10] Pero, más allá de la anécdota, es preciso matizar. Por una parte, el mainstream no se cerró del todo a las propuestas con comentario social o que coqueteaban con géneros «mal vistos» (como lo demuestra el breve éxito de Los Mojarras); por la otra, en realidad, como hemos visto, ni emisoras ni disqueras tuvieron mucho material para rechazar y, al final, ya durante el cambio de siglo, la aversión al riesgo de los empresarios radiales, creciente con el transcurso del tiempo, terminó afectando al rock local casi en su totalidad, llevase o no influencias de cumbia.

[11] No es gratuito, en este sentido, los ataques de varios subtes contra los integrantes de Del Pueblo Del Barrio, a quienes calificaron, significativamente, de «pro-hippies» (Bazo 2017).

[12] Son significativas, en este sentido, las palabras de Rodrigo Quijano, quien en la entrevista con Roger Santiváñez, que ya hemos citado, afirma: «Es muy importante que a la burguesía y a la pequeña-burguesía les repugne la chicha. Para mí eso es clave».

[13] El cual podríamos frasear de forma resumida como: Hazlo tú mismo. Sé tú mismo. No es necesario saber tocar para hacer música y decir lo que piensas. Este es un acorde, este es otro y acá hay un tercero. Ahora forma una banda. Fuente: Fanzine Sniffin Glue.

[14] Por ejemplo, en una entrevista, Ricardo Iván Paredes (Riqi Antituco), fundador de la banda Sociedad de Mierda, indicó lo siguiente: «Recuerdo que ensayábamos junto a grupos de chicha (en Yerbateros y Comas) y nuestra ilusión era alguna vez tocar chicha, pero no teníamos el nivel técnico ni la disciplina de nuestros amigos tropicalandinos (entre comillas en el original)» (Kill the Zine 2017).

[15] Este es, por ejemplo, el sentido que adquiere el análisis de un comentarista de la época: «No obstante, pensamos que con las propuestas musicales de Chacalón, Tongo, Vico, Pascualillo Coronado y otros, se hace evidente la existencia de músicos diferentes a Rossy War, Ruth Karina, Ada, Euforia o Aguamarina. Los primeros, con su atuendo, ejecución y demás características, permiten mostrar la presencia de lo que no quiere verse y de lo cual no debe hablarse porque se presume que atenta contra el buen gusto y lo estéticamente correcto. Rasgos que, al parecer, habrían sido superados por los exponentes de la tropicumbia, los civilizadores de la chicha» (Salinas 1999: 8).