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Los Ruidos Profundos (Parte 3)

Apuntes sobre los viajes de la cumbia por los circuitos del rock en Lima

Por Ernesto Bernilla y Mauricio Flores

  1. La cumbia vacila, pero no tanto…

Hemos expuesto diversas razones por las que no hubo un mayor acercamiento entre los circuitos del rockeros y la cumbia, pero ¿qué podemos concluir de aquellos casos en los que sí hubo una aproximación? En principio, que demuestran, una vez más, que el mundo del rock no es un espacio cerrado sobre sí mismo, sino que mantiene un diálogo continuo con otros universos musicales. Sin embargo, las condiciones en las que este diálogo se realiza han ido cambiando con el tiempo. En el caso específico que nos ocupa, si bien la cumbia peruana surge a fines de los años 60, los primeros acercamientos del rock a este género ocurren recién en la segunda mitad de los 80. Como ya indicamos, debido a tendencias internas y externas, durante los años 70, el rock nacional se había inclinado por incluir algunos elementos del folclore andino, desde una perspectiva que lo imaginaba vinculado, sobre todo, al pasado, al paisaje campestre y a cierto ideal de pureza cultural. Una década después, el boom mediático de la chicha ubicó en su órbita un estilo en el cual confluían lo andino junto a otra tradición de gran influencia en el sonido psicodélico, lo tropical. Las experiencias reseñadas muestran que, durante los años 80 y 90, la chicha llamó más la atención de los intérpretes de rock que cualquier otra variante de la cumbia peruana. La curiosidad por la chicha, asimismo, supuso la continuación de una preponderancia relativa del interés por el ande frente a la costa, asociada a la cultura criolla, otro gran referente de la identidad nacional de mediados de siglo XX, o la selva, cuya presencia ha sido menor en la historia del rock hecho en Lima. Es verdad que —sin tomar en cuenta a Los Mojarras y La Sarita— tal interés solo dio pie a iniciativas puntuales y aisladas que estuvieron lejos de representar un eje central en la propuesta estética de sus creadores; no obstante, también es cierto que en ningún otro género cultivado por las capas medias limeñas hubo un acercamiento parecido.

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Estos grupos toman contacto con la cumbia a través de diferentes mediaciones que influyen en su visión de dicho estilo. La calle, la dura vida en la urbe, cuyo retrato distintos rockeros de los años 80 y 90 se afanaron en pintar, fue un espacio de encuentro ineludible. Sin embargo, tampoco estuvieron especialmente alertas a la evolución del género. Su interés fue tardío y su escucha indirecta. De hecho, son pocos quienes declaran haber asistido a conciertos en vivo. Muchos recién prestaron atención a la cumbia cuando alguna de sus vertientes logró salir de su relativo encapsulamiento y constituirse en un fenómeno comercial ampliamente difundido. Por eso casi todas las propuestas de fusión reseñadas aparecieron en las inmediaciones de los períodos de auge de la chicha y la technocumbia. No sorprende, entonces, la relevancia de las industrias del entretenimiento en nuestra historia, las cuales no solo sirvieron como medios de difusión musical, sino también como espacios de encuentro de los músicos, que participaban de aquellas unas veces desde posiciones similares, otras desde roles diferenciados. Entre los primeros casos destaca el de Miki González, quien compartió escenario con Los Shapis y Los Mirlos; una coincidencia posible gracias al triunfo de González en el mercado masivo. Para quienes tal posibilidad resultaba más lejana, pues no lograron (o no buscaron) éxito comercial, su incorporación como fuerza de trabajo a la industria fonográfica local con la finalidad de mantenerse vinculados al mundo de la música fue lo que permitió a algunos rockeros tener contacto directo con agrupaciones de chicha. Es el caso específico de Daniel F.

Algo llamativo es la gran ambigüedad suscitada por esta mediación. Aunque, en rigor, sin la radio y la TV muchos no se hubiesen interesado (o, incluso, informado) de la chicha o la technocumbia, el carácter comercial e industrial ligado al género creó suspicacias. Básicamente, hubo una tendencia a considerar a la cumbia como un género cargado de formulismos y concesiones que le restaban potencia crítica y estética. El origen de tales resquemores estuvo en la importancia del discurso de la autenticidad en la cultura del rock y, en menor medida, en la ideología política.

De hecho, en los años 80, a diferencia de la escena intelectual, donde las ideas de izquierda impulsaron, al mismo tiempo, evaluaciones positivas y negativas de la chicha, en la escena rockera, los músicos con identidades políticas radicales tendieron a apreciarla, aunque eso no siempre los haya conducido a incorporarla en sus propuestas musicales. Básicamente, la estimaban, pues encontraron en ella (y, en general, en el conjunto de las expresiones simbólicas ligadas a lo popular) la oportunidad de actualizar antiguas esperanzas (formuladas ya desde Mariátegui) sobre la posibilidad de articular la herencia andina con lo moderno y, sobre todo, con lo moderno entendido como revolución socialista. Hubo rockeros, la mayoría universitarios y afines a las propuestas de un sector de la intelectualidad de izquierda, cuyas primeras (y últimas) tocadas se realizan a inicios de los años 80, que trabajaron con la chicha influidos por este discurso. Sin embargo, en ningún caso llegaron a grabar, ni a formar una corriente de opinión importante dentro de su escena musical. Años después, la asociación de la technocumbia con el fujimorato cambió el panorama y provocó el recelo, cuando no el abierto rechazo, de los rockeros con inquietudes políticas.

El discurso de lo auténtico también se desplegó en otro sentido: evaluar la capacidad de la cumbia de representar ciertas identidades colectivas. De hecho, las trayectorias analizadas indican que se ha tendido a asociarla con un programa estético cuyo fin es la expresión de una identidad étnica. Ello en contraposición a géneros globalizados, como el propio rock, imaginados como músicas neutras con las que se puede establecer un vínculo más individual. No es un dato menor, en ese sentido, que algunos de quienes incorporaron la chicha a sus propuestas hayan participado de la movida del rock fusión en la década de 1970 o, al menos, estuvieran empapados del clima espiritual que le dio forma. Si bien la inclusión de la chicha al repertorio rockero no reemplazó las tendencias identificadas en los años 70, que siguieron cultivándose, sí representó una ampliación del espectro de lo que podía considerarse autóctono y, en consecuencia, susceptible de mezclarse, desde los parámetros de los fusionistas, pues se trata de música que sugiere asociaciones muy distintas a las valoradas por el hippismo o la nueva canción. Sin embargo, la dificultad para interpretar las adaptaciones locales de la cumbia desde marcos valorativos centrados en la autenticidad étnica disminuyó el entusiasmo por ellas y lo tiñó de ambigüedad.

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Ahora bien, esta ligazón entre música e identidades sociales, muy presente en las percepciones de los rockeros respecto a la cumbia, estuvo influida por el discurso de las ciencias sociales; las cuales se constituyeron en una mediación importante en virtud del auge editorial que experimentaron durante los años 80 y a la vinculación de muchos músicos de rock con el ambiente universitario. Durante el periodo en cuestión, destacar el «valor sociológico» de la chicha fue algo bastante común, tanto como relativizar las virtudes propiamente estilísticas del género. Una consecuencia inesperada de lo anterior fue la presunción de que la lectura sociológica de la chicha llevaba implícita una consigna política: el imperativo de celebrarla como un llamado de solidaridad hacia las identidades sociales que representaba. Ante ello, y, en parte, animados por el antiintelectualismo arraigado en un sector de la escena rockera del periodo, diferentes músicos reaccionaron con repudio y su visión de la chicha se tornó menos favorable.

Con el argumento de la autenticidad flotando en el ambiente como un genio tutelar, los acercamientos a la chicha o a la technocumbia por parte de rockeros de clase media siempre podían ser motivo de sospecha: más que una afición real, su realización podía esconder intereses netamente económicos o una impostura ideológica. Curiosamente, muchos de quienes terminaron experimentando con ambos estilos participaron de este clima enrarecido. De ahí que en varias de las canciones que hemos reseñado (como las de Miki González, Daniel F. o Metadona) sea palpable un distanciamiento irónico respecto al material que trabajaron. Este parecería ser el modo encontrado para lidiar con posibles acusaciones de falsedad. Por otro lado, sus propuestas no dejaron de ser producto de una curiosidad ocasional: ni partieron de una exploración profunda de las cumbias hechas en el país, ni decantaron en ello.

En el plano musical, la mayoría se orientó a reproducir el sonido de los conjuntos tropicales antes que a fusionarlo con otros géneros, propiamente. Hubo también una inclinación a asociar estilos con momentos históricos concretos. Así, en Chapi García, González recurre a la chicha para recrear musicalmente el colapso económico-social de la década de 1980; por su parte, Metadona elige La Carta para exponer a la technocumbia como la cortina musical del fujimorato. Ambas canciones, y Karamelo de limón de Daniel F., comparten cierto ánimo provocador, si bien sus objetivos son distintos. En todos ellos, se remarca la autenticidad del gesto del rockero, que en su «transgresión» se atreve a incluir géneros tropicales en un disco de rock. Algo arriesgado para la época. Pero, a lo largo de prácticamente 20 años, desde los circuitos del rock en Lima no se manifestó un interés más amplio por la chicha o la technocumbia; un signo del distanciamiento que, entonces, se sentía por lo tropical popular. Las cosas cambiarían un tiempo después.

 

Breves notas sobre el futuro

En el año 2008, Bareto publicó Cumbia, un disco de versiones con temas de los años 70 y 80. Ese disco no solo ayudaría a fijar el canon de lo que hoy muchos denominan cumbia clásica, sino que además hizo visible el éxito del género entre las clases medias y altas en Lima. Sectores que, como ya mencionamos, tradicionalmente encontraron en su rechazo hacia la chicha y la cumbia una forma de marcar distancia frente a los sectores populares. En la vida cotidiana tal rechazo se expresó a través de diversas formas de discriminación que subrayaban la supuesta pobreza musical del género o su origen semilumpen asociado al personaje social del cholo migrante, pobre y achorado. Sin embargo, con la aparición de grupos como Bareto, La Inédita, Los Olaya, Barrio Calavera y, en menor medida, La Mente, la cumbia pasó a ser uno de los insumos protagónicos utilizados por las bandas de rock y reggae fusión. Durante los últimos diez años, estas bandas han estelarizado los carteles de los principales festivales musicales con asistencia masiva en Lima (Riveros 2020), posicionando a la cumbia como un género aceptado en todas las clases sociales y valorado al interior de los circuitos del rock en el Perú.

Dar cuenta a detalle de esta situación excede los objetivos de este artículo; sin embargo, no queremos terminar sin dejar de mencionar dos elementos relevantes para su comprensión. En primer lugar, el boom de la cumbia en los circuitos del rock peruano coincidió con la trágica muerte del Grupo Néctar y con la expansión del mercado de la cumbia norteña en el Perú durante el año 2007. Este contexto llevó a distintos analistas a señalar que la mayor exposición mediática del género había terminado por poner de moda a la cumbia, razón por la cual diversos grupos de rock, reggae y ska habían aprovechado el momento para incorporar el género a su repertorio en búsqueda de un mayor éxito comercial. Sin embargo, como hemos podido repasar en este artículo, la cumbia atravesó un proceso de varias décadas en el cual se fue ubicando, progresivamente, en la mentalidad de los limeños como un estilo asociado a la experiencia en la ciudad. Una suerte de fondo musical característico relacionado con la vida urbana, el comercio, los mercados y el transporte público en Lima. De esta forma, a inicios del presente siglo, cuando diversos músicos se interesaron por la inclusión de nuevas sonoridades en sus proyectos, la cumbia apareció ante ellos como un insumo evidente relacionado con su propia experiencia cotidiana en la urbe. De alguna manera, para todos ellos[1], la cumbia había dejado de ser la música exclusiva de la migración interna para convertirse en parte significativa del paisaje sonoro de todos los limeños. Esta reconfiguración en los imaginarios sociales hizo posible que, en sus deseos por explorar y ampliar sus influencias, los músicos de rock y reggae interesados en la fusión puedan percibir a la cumbia, con una nitidez insólita, como un género capaz de dar cuenta de su propia experiencia en la ciudad o, incluso, de la identidad del Perú contemporáneo.

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En segundo lugar, y finalmente, no queremos dejar de mencionar la relevancia del reggae en esta historia. Para grupos como Los Nuevos Predicadores, Bareto, La Mente, Los Olaya y La Inédita, el reggae fue el marco interpretativo desde el cual se acercaron a la cumbia. Miembros de estos grupos equipararon ambos géneros y los percibieron como músicas de raíces y migración. En el caso del reggae, es posible encontrar en sus letras referencias explícitas vinculadas al desarraigo y la pobreza; es decir, «el lamento por la separación forzosa de África y el horror de la esclavitud, junto con el ingenio incontenible y el coraje de una comunidad de exiliados forzosos que trataban de forjarse una identidad en su nuevo hogar» (Bradley 2014) fueron una constante a lo largo de la música jamaiquina durante los años 70. Los grupos peruanos interpretaron de manera similar canciones como Muchacho provinciano o actitudes como las de Juaneco y su combo quienes salían al escenario vistiendo guitarras eléctricas y atuendos shipibos. Esta equiparación, ocurrida a nivel de los imaginarios, no solo colaboró con la legitimación de la cumbia, sino que además facilitó el tendido de puentes entre aquellos músicos y periodistas formados en una tradición rockera, los cuales comenzaron a ver en Jaime Moreyra y José Luis Carballo, guitarristas de Los Shapis y Chacalón y la Nueva Crema respectivamente, la versión local de referentes anglosajones como Eric Clapton y Lou Reed.

En medio de absurdas acusaciones de «apropiación cultural» por parte de algunos periodistas y frente a quienes debatían sobre si el éxito de estos grupos daba cuenta de una mayor integración entre peruanos, la cumbia continuó penetrando los circuitos del rock en Lima durante la segunda década del siglo XXI. En ese proceso se fue combinando con otros géneros como el tropical bass e incluso el shoegaze, mientras parecía contraer su influencia para nuevamente dar muestra de lo contrario. En ese movimiento constante la cumbia sigue construyendo su historia en la ciudad. Una historia que, como casi todo lo realmente importante en el país, todavía no ha sido escrita.

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[1] Esta afirmación se apoya en una serie de entrevistas en profundidad que realizamos entre los años 2008 y 2012 a miembros de grupos como Bareto, La Mente, Los Olaya, La Inédita, Dengue Dengue Dengue, Turbopótamos y Barrio Calavera.