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Tradición y modernidad en la música peruana

Por Edgar Valcárcel

Publicado originalmente en ¿Qué modernidad deseamos? El conflicto entre nuestra tradición y lo nuevo.  David Sobrevilla y Pedro Belaunde M. (ed). Lima: Epígrafe S.A. 1994

Cuando mi dilecto amigo y compañero de universidad el filósofo Dr. David Sobrevilla, me invitó a intervenir en este ciclo de conferencias, me sentí halagado y distinguido ante la posibilidad de participar en una común reflexión sobre el tema de la modernidad y el conflicto entre nuestra tradición y lo nuevo, pasado el primer momento de entusiasmo me impuse una muy responsable tarea de investigación sobre la materia. Pero para desencanto mío constaté, desde las primeras lecturas, que mi preparación universitaria en el campo de la filosofía estaba desgastada y reducida a una débil memoria y que, por tanto, en tales condiciones resultaba pedante y riesgoso asumir el compromiso de opinar sobre un problema tan complejo, puesto que «no es un hecho común -y estas son palabras del musicólogo Adolfo Salazar- que un músico pueda penetrar sin extraviarse por la selva tupida de la filosofía y de la estética, inclusive».

Sin embargo, a sugerencia del propio Dr. Sobrevilla me acerqué al complejo discurso filosófico del libro Modernidad en los Andes y encontrar en sus textos, compilados por Henrique Urbano, buena base informativa y didáctica para abordar mi trabajo a partir del mundo sonoro.

Lo que ustedes escucharan a continuación tendrá, evidentemente, un tono casi escolar, cuyo desarrollo, realizado con humildad y a gran distancia del lenguaje y profundidad de pensamiento que muestran las ponencias y debates en el texto citado, no pretende otro objetivo que el de hilvanar algunas ideas sobre la modernidad y lo nuevo musical en nuestro país.

Mi primer pensamiento parte de una paradoja: las concepciones musicales andinas, más próximas al modernismo y a las corrientes de «avant garde» se dan en la etapa precolombina, mientras que las de neto corte tonal arcaico, elemental, las encontramos en una forma predominante en la cultura popular actual. El musicólogo Robert Stevenson en conferencia pronunciada en Lima en 1959, citaba al cronista Murúa y al Inca Garcilaso de la Vega en referencia al virtuosismo instrumental alcanzado en el imperio incaico. Mencionaba, entonces, que «alrededor de 100 músicos que tocaban el pincollo fueron agrupados en una orquesta profesional por la undécima coya, esposa del Inca Huayna Capac» y que, repitiendo a Huamán Poma de Ayala, ella igualmente (la coya)…» insistió en encontrar ambiente acústico apropiado para cada grupo de instrumentos. Los pincollos deberían tocar en plataformas de piedra apartados en diferente posición a la que ocupaban sus grupos de cantantes femeninos».

Imagen extráida de Nueva Crónica y Buen Gobierno, de Felipe Guamán Poma de Ayala, 1615

Estas referencias musicales más otras, como la que describe el ingreso de los españoles a la plaza de Cajamarca el 16 de noviembre de 1532, ante centenares de músicos tocadores de pututos y pincollos, o aquella referida a los tonos agudos de instrumentos y voces (alusión a «la preferencia aborigen por el falsete agudo» y citada también por Stevenson) que «herían de tal manera los oídos de los españoles, como insoportablemente altos y agudos…», todas ellas, repito, nos hablan de hechos musicales importantes que demuestran un extraño y sorprendente paralelo con las técnicas contemporáneas de composición. No existe testimonio sonoro, es verdad, de lo descrito por los cronistas, pero existen rasgos de evidencia al imaginar un universo sonoro con conceptos de afinación ajenos al establecido en Europa; con material sonoro (melódico y armónico) opuesto a las funciones y relaciones tonales elaboradas en Occidente; con aparato instrumental y tesituras vocales disímiles a las establecidas por la arcaica academia; y con concepciones espaciales relacionadas a la ubicación estereofónica y a la ejecución simultánea de masas sonoras en planos diferenciados, contrarias a la severidad escénica de la época; universo que, posteriormente, será destruido por la imposición de: afinaciones acordes con leyes acústicas convencionales; de materiales tonales (escalas y triadas) de tipo funcional; de tesituras vocales ligadas a la práctica coral europea; de timbres instrumentales importados; y de concepciones paramétricas derivadas de la cuadratura occidental, es decir: métrica binaria, interválica de corte pitagórico y estructuras formales académicas.

Durante todo el proceso del mestizaje musical se distorsionaron las expresiones musicales primigenias y se calzó el pentafonismo y su derivado mestizo, la escala menor de procedencia modal mixta, en un lenguaje musical comprensible para el oído europeo.

En apoyo a estas reflexiones menciono la palpable y tangible evidencia de las asombrosas creaciones de los antiguos tejedores peruanos. James W. Reid, firmante de concienzudos estudios sobre textiles peruanos, declaraba en 1970 que al visitar una galería londinense «quedó mudo» al contemplar un óleo surrealista, «hazaña creativa del siglo XX», declara Reid, «que bien parecía una copia de una serie de tejidos de la Cultura Chimú»… Por un lado la visión del hombre andino precolombino y, por otro, la concepción del hombre occidental en el mundo contemporáneo, llevan a Reid a establecer en forma similar a mi propuesta musical un paralelismo entre el arte textil peruano y las tendencias pictóricas modernas. Más allá de lo que yo llamo la paradoja andina de la modernidad, están las concepciones dialécticas occidentales sobre el tema.

Mi segundo pensamiento es una tesis con la que intento determinar el inicio del modernismo musical en el Perú.

Afirmaba Ferrucio Busoni que «lo moderno y lo antiguo han existido siempre». Consecuentemente, la oposición y contradicción y entre ambos términos ha sido tema obligado en todos los tratados musicales. Y, precisamente, de uno de los más difundidos en relación a la música contemporánea, el de Joseph Machlis, recojo una cita de Boecio que evidentemente proviene del tratado musical De institucione musica -no lo menciona así el estudioso norteamericano escrito hacia el año 500 de nuestra era y que alude al viejo conflicto entre lo tradicional y lo nuevo: «La música, -dice el filósofo-fue casta y modesta, mientras se la tocó con los instrumentos más sencillos, pero desde que se ha comenzado a tocarla en una diversidad de maneras y de un modo confuso, ha perdido el carácter de grave y virtuosa y caído casi en la vileza».

Ej. 1. Sonata para piano N° 16 K 545 de W. A Mozart-Armonía funcional.

Ej. 2. «Consagración de la primavera» de I. Stravinski. Armonía atonal (Danza del Sacrificio).

Palabras en las que resuenan conflictos y se anuncian resistencias posteriores a todo cambio musical. Sucedió así con los compositores progresistas del «ars nova» en 1300; con los contemporáneos de Monteverdi que enarbolaban en 1600 la consigna de la nueva música en abierto desafío a la tradición coral religiosa; con la Obertura de la ópera Fidelio, para citar uno de los tantos fracasos beethovenianos, obra a la que los críticos rechazaban por «incoherente, estridente, confusa y absolutamente ofensiva para el oído», y con la revolución musical acaecida en las primeras décadas del siglo XX a consecuencia del desmoronamiento del antiguo orden por efecto de la Primera Guerra Mundial y en la que la disonancia y el ruido cobran vida propia.

El año de 1892, fecha de la composición del Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, fija el comienzo de la nueva era postanalista, postromántica, así como en literatura el libro de versos Prosas profanas del nicaragüense Rubén Darío escrito en 1896 determina el inicio del modernis­mo. Los primeros compases del Preludio, la exposición melódica y los dos primeros acordes marcan el inicio de la música moderna. En ello hay con­senso. André Hodeir y H.H. Stuckenschmidt y muchos otros tratadistas así lo confirman. En cambio, en la autorizada enciclopedia británica, la Nueva historia de la música Oxford, si bien es cierto que no se menciona especí­ficamente al preludio debussysta sí se fija el año de 1890 como inicio de la edad moderna en música, y dentro del conglomerado de razones, para así determinarlo, figuran, claro está, el apogeo y decadencia del romanticismo entre 1890 y 1910 y la obra genial del compositor francés en su totalidad como síntoma inequívoco del advenimiento del modernismo musical.

Ej. 3. Preludio siesta de un fauno de C. Debussy (1892)

Ej. 4. El primer acorde, como observa el compositor uruguayo Héctor Tosar, es el mismo que el enigmático acorde wagneriano. Preludio de Tristán e Isolda de R. Wagner (1857-59).

Releyendo o reescuchando más bien nuestra historia musical, encuentro que tardíamente aparece la preocupación por la renovación del lenguaje armónico. Recordemos que hacia 1900, al aparecer la primera versión de la ópera Ollantay de Valle—Riestra, como lo anota Enrique Pinilla, gran compositor y estudioso de la música peruana, se alcanza el clímax del romanticismo de pleno acento tonal, y es sólo hacia 1929 y 1930 con la Suite indígena para violín y piano y la edición de algunos de los 30 cantos del alosa vernácula, de Theodoro Valcárcel, que se define un nuevo tratamiento armónico en la música peruana que en palabras de Jaime Pahissa, crítico español radicado en Argentina, revela en el compositor puneño «conocimiento acabado de la técnica y de la moderna escuela de composición».

Theodoro Valcárcel es el primer compositor moderno en el Perú. A ello apunta mi tesis. El modernismo musical en la obra del ilustre puneño se manifiesta en su concepción armónica, principalmente.

Los primeros acordes de su Vicuñita y H’acucho determinan una original y significativa propuesta de gran trascendencia estética que, más tarde, sumada a la vigorosa faceta armónica de Roberto Carpio, conformarán y propiciarán el advenimiento de las corrientes contemporáneas iniciadas en la década del 40 con Enrique Iturriaga, José Malsio y Celso Garrido Lecca y continuarán-en la del 50 con Francisco Pulgar Vidal, Armando Guevara Ochoa, César Bolaños y el que les habla.

Ej. 5. H’acucho de 30 cantos del alma vernácula.

Las concepciones «tonalistas pentáfonas» de todos los compositores cuzqueños y puneños, recopilados en sendas antologías, las de los arequipe­ños y costeños, no representan un aporte armónico significativo. Se produce en todos ellos una suerte de conformismo tonal que deriva en un continuismo de lo que el músico italiano Cassella señalara como el imperio de la cadencia perfecta (en jerga musical el enlace de acordes V—I, es decir, dominante—tó­nica). Alomía Robles constituye caso aparte por las características personalísimas de su tratamiento armónico tonal.

Ej. 6. Vicuñita (ibid.)

Otros aspectos que hacen de Theodoro Valcárcel un precursor moder­nista es el rítmico y el formal. Sus concepciones del ritmo y de las estructuras musicales no dependen de las normas de las variación y el desarrollo tan propias de la música europea, pero sí evidencian una fuerte libertad e incli­nación al tono lírico y rapsódico como resultado de un conocimiento y ma­nejo notables de la improvisación pianística, gracias a lo cual su intuición rítmica y formal se enriquece y repercute en el tratamiento del material me­lódico trascendiendo el discutido y limitante recurso de la cita o captación melódica, tan propio de los llamados «folkloristas» o «nacionalistas».

Theodoro Valcárcel es entre los compositores nacidos hacia 1900, el único verdaderamente interesado en la nueva música. Se acerca con avidez y preocupación crítica a la obra de Manuel de Falla, Federico Mompou, Igor Stravinsky, Arthur Honneger y Carlos Chávez, entre otros, y a ellos dedica sus Estampas del Ballet Suray Surita, obra en la que aparte del lenguaje armónico y estructuras formales originales y auténticas, se incorporan, por primera vez, los instrumentos tradicionales peruanos al repertorio de concier­to. Y al respecto, cabe recordar que ya en sus Tres ensayos para instrumen­tos típicos, compuestos en la década del 30 en base a un proceso de recons­trucción rítmica por audición directa, el primero para pinquillo, chaina y chil-chil; el segundo para Aylli-kepa, tarkja, tinya y wankar; y el tercero para dos quenas, chaina y wankar, se había adelantado al Xochipili-Macuil-xochitl, obra para conjunto de instrumentos autóctonos incluyendo los arqueológicos, del compositor mexicano Carlos Chávez, escrita en 1940.

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Supe por mi padre de la vehemente y apasionada admiración que sentía Theodoro por los impresionistas, por Stravinsky y por el deslumbrante mundo armónico de las nuevas corrientes y desde muy niño escuché en Puno estos nombres, exóticos para la entonces incipiente cultura musical familiar. Conocí a través del color armónico de las improvisaciones pianísticas que alcancé a escuchar al tío músico, ese maravilloso y desconocido mundo sonoro en alucinante integración con la música aymara y quechua, es decir con la pasión altiplánica de hombre enamorado, como diría Luis E. Valcárcel, «de la belleza triste de la estepa puneña» del «ritmo indio que era su propio ritmo» y que «no perdió al sumergirse en la música europea».

Pero el valor renovador y visionario de Theodoro Valcárcel no fue estimado en su justo valor por la crítica capitalina. En solemne acto discriminatorio se le ha aceptado en la historia musical peruana sólo como un «indigenista», pero no se le ha reconocido sus méritos renovadores de corte modernista. Es más, los musicólogos de todo el mundo repitiendo frases acuñadas en Lima, se detienen con mayor insistencia en supuestas limitaciones técnicas que en su genio creador.

El tercer pensamiento se orienta hacia mi propia poética, en el sentido del hacer en el orden de la música y de los principios germinales del arte práctico, tal como lo hiciera Stravinsky en sus famosas lecciones en la Universidad de Harvard y, en mi caso, además, como confesiones sobre mi trabajo personal.

En la etapa de madurez artística, se producen en mí afloramientos espontáneos, selectivos de recursos expresivos que van configurando lo que podría denominarse el propio lenguaje y fortaleciendo mi visión y concepciones telúricas.

Busco mis raíces con conocimiento racional. Siento que en mi tierra y en mi pasado está la sabiduría y entiendo que este concepto entroncado a las raíces profundas ancestrales del cosmos altiplánico, trasciende lo típico, lo provinciano, lo costumbrista y me nutre y acerca sustancialmente al lenguaje universal del siglo XX.

Mi experiencia creativa va desde las composiciones libres, espontáneas, impresionistas, pasando por los trabajos estilísticos, seriales y electrónicos hasta llegar al alucinante encuentro con las fuentes originales, mezclando y combinando colores y arcillas de procedencia puneña con el material proveniente de las técnicas contemporáneas.

Yo, como compositor actual, moderno, manejo mis materiales con intenso amor. Siento, en particular, especial atracción por dos huaynos que constituyen el material básico de mis composiciones escritas a partir del Canto Coral a Tupac Amaru, compuesto en Nueva York en 1968.

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Confieso que las profundas fuentes en las que se nutre mi lenguaje musical provienen del paisaje lacustre, cordillerano, de la polícroma algarabía de la fiesta altiplánica y de la cultura aymara en la que mi madre me nutriera. Anhelo descubrir esa música que emerge del eros y de la inclemente naturaleza andina, aquella que, citando a Alejo Carpentier, «fue música antes de ser música».

Y viene bien recordar aquí las palabras del autor de la Consagración de la Primavera, quien sostiene que «una renovación no es fecunda más que cuando se une a la tradición. La dialéctica viva -afirma- quiere que renovación y tradición se desenvuelvan y confirmen en un proceso simultáneo».

La evolución musical desde el punto de vista técnico ha llegado muy lejos. La etapa tonal formalmente no existe más y sólo queda como una presencia matriz en la academia mundial. El músico actual tiene ante sí por efecto del desarrollo electroacústico, las dimensiones profundas del sonido como nunca antes las tuvo dentro de la cultura occidental. Evolución musical y desarrollo tecnológico que en muchos compositores del presente siglo despertaron interés por las manifestaciones primitivas y las técnicas musicales de culturas orientales y latinoamericanas que sí conocieron el sonido en dimensiones mágicas y alucinantes.

Por ello, estoy convencido de que la modernización y el avance tecnológico musical no van en contra de nuestras tradiciones. «Al adoptar una técnica, como dice Urbano, al cambiar un instrumento tradicional por una máquina no se asume necesariamente el espíritu que permitió que ellas existan»; lo que equivale a decir, en términos musicales, que el cambio de los instrumentos de la orquesta sinfónica o los propios instrumentos autóctonos por los equipos electroacústicos altamente sofisticados, no obliga necesariamente al compositor peruano a someterse a un proceso de deformación creativa y tecnológica. Por el contrario, encuentra en ellos recursos para fusionar a dimensiones sonoras contemporáneas con las tradicionales que como el caso del microtonalismo, el de la superposición masiva de sonidos y el de concepción del color como proyección del paisaje, son afines a ambas.

Ej. 7. Flor de Sancayo II para piano y sonidos electrónicos de E. Valcárcel (1976).

No veo pues, oposición entre el mundo musical simbólico del antiguo pe­ruano y la modernización tecnológica. Así como en el agro los «waru—waru» son redescubiertos, en música, las concepciones pre-hispánicas, pueden tam­bién proyectar su vigencia.

Parafraseando al citado compilador del libro Modernidad en los Andes, me atrevo a afirmar además que el músico andino con quenas, tarkas, tockoros, o wakrapukus puede ser moderno y antimoderno, y que las culturas quechua y ayinara están capacitadas por propia actitud mental a aceptar la modernidad a través de todas sus manifestaciones musicales. Yo no descarto, y así lo sostuve en 1969 en conferencia que ofreciera en la Universidad Nacional de Ingeniería, que el folklore pueda incorporar en un futuro los instrumentos electrónicos a su propia habla musical. En Puno por ejemplo, la estudiantina de la pandilla ya ha recurrido a la amplificación electrónica ¿Qué sucederá después?

Al llegar a este punto observo que todas las reflexiones anteriores giran únicamente sobre el tema de la modernidad en referencia al creador musical. ¿Qué se puede decir sobre los conflictos entre la tradición y lo nuevo en los personajes complementarios del hecho musical, es decir, en el intérprete y en el oyente? Y es más, ¿Qué rol desempeñan en estos temas el educador, el investigador y el crítico?

El intérprete peruano de la llamada música de concierto, instrumentista cantante, vive al margen de la reflexión crítica. Su existencia se sostiene exclusivamente en el uso de un repertorio antimoderno, tradicional y exclusivamente europeo. Con dificultad los intérpretes de Conservatorio van más allá de Debussy y, desde luego, no llegan casi nunca, salvo contadísimos y honrosos casos excepcionales al siglo XX; pero hay algo más grave e inadmisible aún, desconocen y rechazan la música peruana tradicional y contemporánea de concierto en actitud, utilizando una expresión de Urbano, simplemente cavernaria.

El intérprete folklórico, en cambio, se mantiene leal a su propia producción. Su música, marcada por el ritmo existencial, es ajena a los convencionalismos que imprimen los conceptos occidentales. Es más, en el folklore existe el trinomio compositor, intérprete y oyente, pues la misma persona constituye una sola presencia creadora.

El oyente, ese discutido personaje que ha conformado el omnipresente público de las salas de concierto a través de la historia, ha sido y sigue siendo contrario a toda manifestación y renovación del espíritu musical; esto a todo nuevo experimento o cambio y está felizmente equivocado casi siempre en sus juicios.

Por suerte, la historia de la música avanza en dirección contraria a los designios del gran público. Caso aparte son las grandes masas delirantes que aclaman la música del género popular calificado como «moderno», es decir la hecha ahora; ellas constituyen el termómetro rector no sólo de los intereses musicales, sino, muy en especial, del gran comercio y de la gran industria montada alrededor del mercado audiovisual, electroacústico y del espectáculo que satura y enajena nuestros medios de comunicación.

En medio de este heterogéneo y polémico panorama viene la referencia a la educación, investigación y crítica musicales, áreas de conocimiento que inciden directamente en el comportamiento de compositores, intérpretes y oyentes. La instrucción musical tiene vieja data en el Perú; ya el cronista Manía, como señala el musicólogo Stevenson, daba buena razón para creer que tan antiguamente como durante el reinado de Inca Roca ya se impartía formalmente instrucción musical y que, posteriormente, hacia 1549 los mi-sioneros españoles declarabais haber sido instruidos por el pacificador Pedro de la Gasea «para que enseñaran a los aborígenes, entre otras cosas, como cantar en coro y solfear».

En pleno siglo XX la educación musical y la instrucción especializada sufren grave postergación y aún no se ha podido construir un modelo alter-nativo que permita integrar los conocimientos de lo tradicional y lo nuevo.

No creo equivocarme al afirmar que las propuestas pedagógicas estatales en el área de la música, resulta inoperantes. Los comportamientos observados en los niveles escolares denotan grave desconocimiento de la materia y alarmantes deficiencias metodológicas. Los pocos esfuerzos serios, responsables y de alto contenido técnico y artístico conocidos, son siempre tragados y aislados por la implacable y devastadora maquinaria burocrática ministerial, cuando no por la incuria e ignorancia musical del propio sector docente estatal.

En la educación privada, en cambio, se anuncian cambios metodológicos prácticos interesantes. Los sistemas Suzuki y Kodaly muestran importantes alternativas en el horizonte educativo. Del mismo modo, la práctica de los instrumentos nativos plantea alentadoras perspectivas para la elaboración de un sistema educativo propio, nuevo y auténticamente peruano.

En el lado opuesto a la educación musical escolar se encuentra la instrucción especializada impartida en el Conservatorio Nacional de Música cuyas cátedras antimodernas por antonomasia, representan el reducto indestructible del tonalistno occidental. Muy a mi pesar, claro está.

Por su parte, la crítica musical y la musicología, ya sea ésta en el aspecto de la etnomúsica o en el de la musicología histórica, son áreas de conocimiento en las que el tema que hoy nos ocupa debiera ser materia de permanente reflexión. Para el investigador, por su diario contacto con las fuentes y la tecnología más avanzada, el conflicto entre la tradición y la irrupción de lo nuevo es asunto que demanda permanente alerta; en cambio, para el crítico, mucho me temo que por su apego a los convencionalismos del repertorio de las salas de concierto y a la comodidad de una tradición conceptual conservadora cumpla con el sino fatal del gremio: ignorar y menospreciar lo nuevo por temor a cambios y a revoluciones musicales. El fantasma de lo moderno ha producido siempre en ellos pánico mortal. Afirma Stravinsky que para los críticos todo lo que parezca disonante o confuso queda automáticamente colocado en el casillero de lo moderno.

Intentaré resumir ahora lo dicho en relación a la paradoja, a la tesis, a mi poética y, por supuesto, al abanico de áreas y personajes musicales a quienes afectan las relaciones de lo tradicional con lo moderno.

Es verdad que las manifestaciones musicales modernas insurgen contra la proclamación de lo tradicional (lo tonal) como norma ecuménica, pero es verdad también qué el exacerbado academismo ignora y rechaza toda manifestación renovadora.

En nuestro caso lo moderno no debe negar la memoria musical de las más profundas tradicionales; es más, debe recurrir a ellas como fuente de inspiración y como material básico de trabajo.

En algún capítulo del libro compilado por Urbano leo la siguiente expresión, «Lo moderno choca con el indio…» a lo que se responde «No, no choca con el indio; choca con nosotros y nuestra percepción del indio. Choca con la forma como nosotros y los indios nos relacionamos…». Me hiero a esta respuesta y sostengo que el mundo de nosotros, el de los quechuas y aymaras, el auténtico, no el europeizado encajado en lo tonal, permanece aún desconocido e incomprendido. Lo que creemos conocer es lo que la tradición tonal ha proyectado o deformado, es decir lo que ha impuesto. Nos falta un acercamiento más profundo a su médula, pero no con el auxilio de fórmulas elaboradas técnica y académicamente, es decir de laboratorio, sino a través del contacto vivencial.

El lenguaje musical contemporáneo, el de Celso Garrido Lecca, Armando Guevara Ochoa, Alejandro Núñez Allauca, se muestra en rebeldía contra la tradición académica. Un nuevo espíritu de insubordinación va perfilando el discurso peruano moderno. En iguales términos puedo referirme. entre otros, a intérpretes como Javier Echecopar, eximio guitarrista y estudioso de nuestra música, a César Bolaños, compositor pionero en el campo de la música electrónica y connotado musicólogo.

Los compositores hemos superado el concepto moderno como «postura de moda» y, al mismo tiempo, nos hemos mantenido lejos de la actitud antimoderna, de la llamada «moda retro».

La relación ecléctica entre lo moderno y lo tradicional no significa usurpar el lugar de una por el de la otra, ni tampoco frustrar la proyección de lo antiguo ni de lo nuevo. «Lo moderno, tampoco plantea, como dice Igor Stravinski, una mejora de la tradición».

Yo creo que el pensamiento crítico musical, a diferencia de lo que afirma Urbano, y utilizo sus propias palabras, sí «ha sentado ampliamente sus reales en el país», en especial, en el área de la composición. La música peruana y latinoamericana moderna tienen personalidad y voz propias en el panorama mundial. El hecho de que toda la cultura oficial peruana viva de espaldas al fenómeno musical llamado «culto» o «erudito», no quiere decir que la música peruana moderna no avance y logre niveles de prestigio y aceptación internacionales. Es más, el postergamiento de la educación musical y la inexistencia de público inclinado hacia la música, son consecuencia directa de la marginación, del aislamiento en que vivimos compositores, intérpretes, educadores e investigadores. La dolorosa soledad es compartida también por buenos oyentes y, quizás, por algún crítico comprometido.

Para terminar, vuelvo al compositor responsable de la mayor revolución musical en el siglo XX: Stravinski. De él cito una frase tomada de su Poética musical: «¡Qué frustrado neologismo esa palabra «modernismo»! ¡Qué quiere expresar exactamente! -exclama-. En su sentido mejor definido designa una forma de liberalismo teológico, que es un error condenado por la Iglesia Romana» (expresión esta última que también encontramos en Urbano cuando acota que el discurso teológico católico es «antimoderno» y filosóficamente `acrítico’). Más adelante el músico ruso sostiene que «lo moderno es aquello que es de su tiempo y debe estar a la medida y en posición de su tiempo… De por sí -afirma luego- el término modernismo no implica ni elogio ni censura, ni entraña la menor obligación. Esta es precisamente su debilidad. La palabra se esfuma bajo las aplicaciones que se le quieran dar».

En el lenguaje stravinskiano “modernismo” y “academismo” son términos antagónicos. Y “la tradición verdadera no es el testimonio de un pasado muerto, es una fuerza viva que anima e informa el presente”.

Cierro estas líneas con la sensación de no haber podido cumplido plenamente con la tarea encomendada. Creo que el valor testimonial de mis palabras y la humildad y honestidad profesional con que han sido pensadas y escritas compensará en algo las limitaciones y tono escolar de mi exposición.