compartir

Territorio del eco

Experimentalismos y visiones de lo ancestral en el Perú (1975-1989)

Por Luis Alvarado

Texto incluido en el booklet del álbum Territorio del eco, lanzado por Buh Records en agosto 2021

El periodo que va de 1975 a 1988 fue el más prolífico para una generación de artistas peruanos que a partir de concepciones musicales derivadas del jazz y de las técnicas heredadas de la música de vanguardia, buscaron integrar los sonidos del folclore peruano, en busca de un nuevo universo musical. Instrumentos nativos y melodías andinas fueron empleadas en composiciones que demandaron de novedosas técnicas de grabación y de sonidos electrónicos. Esta generación que se articuló en Lima, la conformaron músicos como Omar Aramayo, Manongo Mujica, Arturo Ruiz del Pozo, Miguel Flores, Douglas Tarnawiecki, Luis David Aguilar, Chocolate Algendones y Corina Bartra. Y aunque más insulares en sus exploraciones sonoras, artistas como Rafael Hastings y José Tola formaron parte también de este período.

Ave Acústica: Miguel Flores, Richie Zellon, Carlos Espinoza, Nestor Alfonso Díaz (Foto por Roberto Flores)

Pero más que un movimiento se trató de un conjunto de individualidades de procedencias disimiles, que venían tanto del rock, como del jazz, de la música clásica contemporánea y popular, pero también de las artes visuales y la poesía, y que tuvieron en común las oportunidades y limitaciones que brindaba esa etapa intermedia entre el desarrollo de una industria discográfica nacional y las nuevas lógicas de distribución como es la del DIY, el auge del formato casete y las autoediciones. El paso de los grandes estudios de música electrónica, a la aparición de pequeños estudios privados y la popularización de sintetizadores a nivel global, marcaron un nuevo capítulo de socialización tecnológica. Pero en Perú, las limitaciones para el acceso a novedosas tecnologías, hizo que los estudios de grabación disponibles fueran los lugares elegidos para volcar la creatividad y experimentación de jóvenes ansiosos por expandir sus sonidos.

Pero, ante todo, tuvieron en común un clima cultural como fue el de ese tránsito de los 70s a los 80s en un Perú marcado por una serie de transformaciones sociales y económicas. Principalmente, una intensa migración del campo a la ciudad por la cual muchas de las manifestaciones andinas se insertaron en la capital. El ascenso, tras un golpe de estado, del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, marcó la primera fase del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (1968-1980), cuya política nacionalista y antiimperialista, marcó la crisis de un estado oligarca que había dominado al país, y reivindicó al campesino y lo indígena, a través principalmente de una Reforma Agraria, así como del empleo masivo de iconografía andina en su propaganda y un gran fomento del folclore a través de festivales y difusión en radio.

*

Ya desde fines de los 60s y principios de los 70s se habían dado a conocer en Lima agrupaciones como El Polen y El Ayllu, iniciadores de una innovadora fusión de folk rock, psicodelia y música andina. Los dos discos de El Polen, Cholo (1972) y Fuera de la ciudad (1973) inauguraron un nuevo universo musical, donde lo andino se refractaba a través de las visiones alucinadas de un grupo de jóvenes adheridos al hipismo y a las ideas de vida en comunidad. Por esos años también, y muy cercano a El Polen, andaba tocando Tiahuanaco 2000, un ensamble de improvisación con instrumentos andinos. En simultáneo a estas iniciativas venía ya difundiéndose localmente la canción protesta, coincidiendo con un declive de la escena de rock peruano, que no pudo renovar su audiencia. Muchas de las figuras latinoamericanas de la nueva canción más bien se presentaron en Lima gracias a las gestiones del Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS) y el Instituto Nacional de Cultura (INC), dos organismos creados durante el gobierno de Velasco. El Taller de la Canción Popular fundado por el compositor Celso Garrido-Lecca en 1974, en la Escuela Nacional de Música, que tuvo como finalidad formar a músicos populares en el empleo de técnicas musicales, fue clave en la difusión de la nueva canción. Garrido-Lecca había vivido en Chile, y fue cercano colaborador de Víctor Jara, por lo que el taller tuvo esa orientación hacia un estilo latinoamericanista. Aquello dio como resultado la aparición de nóveles conjuntos peruanos de nueva canción y también de música andina, como Tiempo Nuevo, con un programa ideológico y militancia en grupos de izquierda, abogando por una emancipación cultural. Algunos, sin embargo, les criticaban que la influencia chilena parecía ser más fuerte que la asimilación del folclore peruano. Pero lo que es innegable es que los Talleres marcaron un punto de inflexión en la discusión respecto a la división entre música culta y popular y las jerarquías sociales que estas implicaban.

Por otro lado, Celso Garrido-Lecca (nacido en Piura) y Edgar Valcárcel (nacido en Puno), se habían destacado como dos de los compositores más influyentes de la llamada Generación del 50, y entre sus búsquedas estaba la síntesis entre elementos musicales peruanos y vanguardismo, marcando así distancia de un nacionalismo musical precedente. Vinculado a los procesos de independencia en Latinoamérica, el nacionalismo musical tuvo en Perú diversos representantes que se dieron a conocer en las primeras décadas del siglo XX, dicha generación conocida como indigenista, se caracterizó por usar en gran medida, melodías andinas en composiciones básicamente para piano, asociadas a un tardío impresionismo. La generación del 50, a la que pertenece Garrido-Lecca y Valcárcel, vinculada a los lenguajes de la vanguardia internacional de la segunda posguerra, buscó más bien usar los elementos del folclore peruano bajo conceptos libres o abstractos con una visión moderna de autonomía artística. A su vez, el nuevo contexto de polarización ideológica, influida por la revolución cubana, había encendido a más de una generación de artistas e intelectuales, despertando un espíritu de revolución y compromiso con lo popular. Garrido-Lecca lo expresó en su trabajo con el Taller de la Canción Popular. Pero mucho antes de aquella experiencia, tanto Garrido-Lecca como Edgar Valcárcel, venían incorporando motivos peruanos en obras de gran complejidad.

Una obra como “Antaras” (1968), para doble cuarteto de cuerdas y contrabajo, de Celso Garrido-Lecca, se inspira en uno de los instrumentos musicales más antiguos que se han encontrado en suelo peruano. En el análisis que le dedica el compositor y musicólogo peruano Aurelio Tello ha señalado que: “La práctica musical contemporánea, la que efectúan los tocadores de zampoñas o sikus, está fincada en un repertorio mestizo que difícilmente puede darnos una idea de las melodías que tocaron los músicos nazcas. Por ello, una obra que haga alusión a las antaras de origen nazca sólo podía partir de una reinterpretación sonora de lo único que ofrecen los instrumentos que han sobrevivido al paso del tiempo: las notas y los timbres que se obtienen de ellos.”

Del mismo modo, una obra como “Canto Coral a Tupac Amaru II” (1968), para percusión, coro, sonidos electrónicos, proyecciones y luces, de Edgar Valcárcel, estrenada en Lima en 1970, a partir de un famoso poema de Alejandro Romualdo, reivindicaba al caudillo indígena y líder de una gesta contra el virreinato, Gabriel Condorcanqui. Profundamente disonante, la obra es ejemplar del estilo telúrico que identificó al artista. En diversas obras Valcárcel se basó en las alturas de la melodía tradicional aymara “Qala Chuyma”, sobre las que desarrolló variaciones para elaborar obras de gran densidad y radicalidad. Además, a partir de la recopilación de una serie de datos obtenidos de los cronistas de la colonia y de las investigaciones sobre instrumentos realizadas por Cesar Bolaños, Valcárcel sostenía que lo que podría haber sido una música pre hispánica parecía tener en sus concepciones formas análogas a las renovaciones formales de la música de vanguardia. “No existe testimonio sonoro, es verdad, de lo descrito por los cronistas, pero existen rasgos de evidencia al imaginar un universo sonoro con conceptos de afinación ajenos al establecido en Europa; con material sonoro (melódico y armónico) opuesto a las funciones y relaciones tonales elaboradas en Occidente; con aparato instrumental y tesituras vocales disímiles a las establecidas por la arcaica academia; y con concepciones espaciales relacionadas a la ubicación estereofónica y a la ejecución simultánea de masas sonoras en planos diferenciados, contrarias a la severidad escénica de la época”, sostenía Valcárcel en su célebre artículo “Tradición y modernidad en la música peruana”.  Y agregaba: “El mundo de nosotros, el de los quechuas y aymaras, el auténtico, no el europeizado encajado en lo tonal, permanece aun desconocido e incomprendido. Lo que creemos conocer es sólo lo que la tradición tonal ha proyectado o deformado, es decir lo que ella ha impuesto. Nos falta un acercamiento más profundo a su médula, pero no con el auxilio de fórmulas elaboradas técnica y académicamente, es decir de laboratorio, sino a través del contacto vivencial”.

MÚSICA DEL MUNDO DESCONOCIDO

Estos son años también de gran difusión internacional de instrumentos nativos como la quena, gracias a la labor de músicos investigadores como el argentino Uña Ramos, el peruano Alejandro Vivanco y el suizo Raymond Thevenot. La internacionalización del imaginario andino a través de los canales de la cultura pop internacional, se había dado a través Yma Sumac, la mayor representante de la nueva tradición de coloratura andina, un género que mezclaba el folclore con elementos de ópera, jazz, mambo, rock, además de un trabajo de estudio propio de las innovaciones tecnológicas en las cuales surgió el género exótica, en donde lo desconocido se ofrecía como una postal turística. Es quizá la versión que hace Simon & Garfunkel de “El Condor Pasa” (1970), la que marcó el momento de mayor popularidad internacional de una melodía andina. Pero es una película llamada Aguirre, La Ira de Dios (1972), dirigida por Werner Herzog y filmada en el Perú, la que nos permite situar mejor el tipo de movimiento musical que aquí nos interesa. En la banda sonora de dicha película, a cargo del grupo alemán de kraut rock, Popol Vuh, publicada en 1975, encontramos una pieza con zampoñas, una melodía andina que se deja escuchar al final de la primera pieza “Aguirre I (l’acrime di rei)” una hipnótica composición de sintetizador moog y coros generados con un melotrón.

Manongo Mujica

La pieza de zampoña es un sample de la película, de un momento donde el personaje Aguirre, interpretado por Klaus Kinski, escucha desconcertado a un indígena tocar el instrumento de viento. La película narra la historia de Lope de Aguirre, un colono que va en busca de El Dorado, una región de la Amazonía que la leyenda cuenta, albergaba grandes cantidades de oro. El viaje de Aguirre se convierte en un viaje de locura e inmersión en lo desconocido de la selva. Su aventura puede graficar la de muchos músicos que en diversas urbes iniciaron una exploración en músicas de un mundo desconocido, en busca de un tesoro, pero también de una iluminación. En una de sus últimas intervenciones públicas, Mark Fisher usó la expresión “conciencia psicodélica”, para referirse al tipo de conciencia provocada por la cultura de las drogas de los años 60s, que condujo a muchas personas de una generación a salir afuera de las convenciones y modos de pensamiento dominantes. Y ese afuera tuvo que ver también con conocer otros universos musicales, así lo hicieron los Beatles con la música de la India que inspiró a muchos otros artistas. El sonido desarrollado por Popol Vuh durante esos años involucró elementos de músicas africanas y orientales, como parte de una búsqueda espiritual de su líder Florian Fricke, y de sus lecturas de libros sagrados como la Biblia o el Bhagavad Gita. Y es que ese interés por las músicas folclóricas se acentuó en los 70s, de la mano de un despertar ecologista y un renovado contacto con la naturaleza, como signo de un alejamiento y escepticismo de una modernidad occidental que había ocasionado cruentas guerras. Ese nuevo espíritu podíamos encontrarlo en los ingleses Third Ear Band, los italianos Aktuala o Futuro Antico, los japoneses Taj Majal Travellers, los suecos Arkimedes Badkar, los mexicanos Antonio Zepeda y Jorge Reyes. Las exploraciones pioneras que desde el jazz hacía John Coltrane, y que continuaron Don Cherry, o el brasilero Nana Vasconselos.

La influencia de la recién acuñada entonces etnomusicología puede dar pie a otra configuración que amerita investigarse, en tal sentido, la obra de los colombianos Yaki Kandru, es paradigmática de una reconstrucción a partir de una investigación profunda en músicas indígenas que dialogan con técnicas de la música de vanguardia. Pero además está el jazz fusión y la aparición de sellos como ECM, que sin duda ayudaron a dar forma a un género musical que se debatía entre denominaciones y etiquetas descriptivas, pero a la vez problemáticas, como los de música étnica, música ritual, world music, músicas meditativas, que incidían en el carácter exótico de estas músicas. Lo cierto es que el sonido de las músicas folclóricas y no occidentales, y la experimentación sonora como del empleo de sintetizadores, entraron en una intensa y renovada relación, con resultados que podían marcar caminos muy divergentes si es que no radicalmente opuestos, pero que eran alternativas disruptivas a una hegemonía sonora, que buscaban hacer audibles a nuevos públicos otros mundos sonoros.

Esa nueva conciencia tocó también a una nueva generación de músicos peruanos. Pero esa plasticidad de la realidad por la cual podían salir de esquemas musicales dominantes e incorporar el folclore estaba atravesado también por lo que el folclore representaba y representa como símbolo de una jerarquización social. El velasquismo buscó revertirlo y desde el INC se fomentó la promoción de conjuntos de folclore, como también se publicó una gran investigación denominada Mapa de los instrumentos de uso popular en el Perú (1977), realizada por un equipo dirigido por César Bolaños, que permitió redescubrir una amplia gama de instrumentos de la costa, sierra y selva. La década del 70 atestiguó el crecimiento exponencial del circuito de música andina, y la gestación de un gran mercado de música grabada, donde el folclore lideraba las producciones y ventas a nivel nacional, desarrollándose a espaldas de la cultura oficial capitalina.

Por otro lado, a fines de los 70, en el campo de las artes visuales, se empezó a hacer visible una segunda generación de “no objetualistas”. El no objetualismo, un término propuesto por el crítico de arte peruano Juan Acha, fue la manera cómo se manifestaron localmente las prácticas de arte desmaterializado. Es decir, aquellas que implicaban una renuncia al arte como un objeto comercializable. Esta generación de músicos experimentales mantuvo cierta vinculación con muchos de los artistas de esta segunda generación “no objetualista”. Que la improvisación libre haya sido una práctica musical frecuente dice mucho de ese parentesco en espíritu con esas prácticas de arte efímero.

Todo eso va a coincidir con un momento histórico crítico para el Perú, como es el de la década de los 80s marcada por una vuelta a la democracia, pero a la vez con el inicio de una profunda crisis económica y un entorno violentista producto del enfrentamiento entre grupos armados y militares, generando que el proceso migratorio iniciado décadas anteriores se agudizara y que Lima se convirtiera en una ciudad desbordada, transformando completamente su paisaje urbano. La precarización y el caos se volvieron parte de lo cotidiano, el surgimiento de una economía informal y una cultura de autogestión marcaron las direcciones de una nueva producción cultural (la chicha y el punk). Y esta generación de artistas de música experimental no escapó a esas condiciones. Teniendo como marco ese tránsito hacia una nueva Lima, es que estos artistas se decantaron hacia la deconstrucción de los sonidos del folclore y a la experimentación musical.

MÚSICA ANDINA TELÚRICA

En diciembre de 1975, en el auditorio del Campo de Marte, y con el auspicio del INC, se realizó el “1er Concierto de Música Andina Telúrica y Neofolklore”. La organización corrió a cargo de Roberto “Tilico” Núñez (natural de Venezuela) y Néstor Díaz, percusionista y charanguista, respectivamente, de Ave Acústica e integrante también de Folkumi, una banda de folclore de la Universidad Nacional de Ingeniería. Ave Acústica había sido fundada por Miguel Flores, quien había sido baterista del grupo de hard rock Pax, pero un accidente lo mantuvo imposibilitado de tocar varios meses, dejando la banda en 1974, dando inició así a Ave Acústica, una de las agrupaciones estelares de un cartel que también incluyó al trío conformado por Omar Aramayo (instrumentos de viento andinos), Corina Bartra (voz) y Manongo Mujica (batería y percusiones). Ave Acústica lo conformaban además Jaime Urco (bajo) y Carlos Espinoza (saxofón). Ambos conjuntos tenían en común la fusión del folclore andino, principalmente sureño, con elementos vanguardistas o con jazz. Si bien Ave Acústica tenía también canciones mantenían una distancia de las agrupaciones locales de nueva canción. La pieza “Llegué a Lima al atardecer, que aludía al proceso migratorio, estaba conformada por una pista de sonidos concretos sobre la cual improvisaban de forma libre y disonante, mientras que una proyección de diapositivas mostraba imágenes del paisaje andino: nubes, cielos, bosques de piedras. Todas fotografías realizadas por el padre de Miguel Flores durante sus viajes de trabajo por la sierra peruana.

*

El festival agrupó a muchos otros conjuntos folclóricos en un intento de generar un puente entre las inquietudes renovadoras y la tradición. Para Miguel lo que Ave Acústica hacía no debía entenderse como folclore, sino más bien como una manifestación musical contemporánea. Solía usar el término “Música Peruana Contemporánea” como también “Neo folklore”, para hacer referencia a una música que buscaba ser: “La vivencia del pasado, creadora del futuro que se hace en la expresión del presente”. En tal sentido su alcance como creador, era también muy amplio, y eso le permitía explorar muchos géneros. La pieza para quinteto de vientos “Indio de la ciudad”, dejaba aparecer hacia el final la melodía del Himno Nacional, tocada con notas más largas, generando una sensación de tensión.  Pero Flores podía componer también un huayno, armar una banda de rock fusión, un ensamble de jazz, o crear singulares piezas ritualistas. Luego del fin de Ave Acústica en 1977, la carrera personal de Miguel Flores tomó un camino radical y lleno de experimentación, tanto en sus diversos proyectos musicales (Sexteto Miguel Flores, Orquesta Integral del Sol, que lo llevaron hacer presentaciones en Japón), como en sus osadas aventuras como compositor de música para teatro, danza y cine, donde destaca la realizada para la obra Mitos y Mujeres (1983) de la bailarina Luciana Proaño. Varias décadas después dicha grabación fue redescubierta y publicada bajo el nombre de Primitivo, y allí se mezclaba cantos ritualistas amazónicos y melodías andinas tocadas con furiosas guitarras electrificadas a las que se sumaban descargas de freejazz. La banda la conformaba Miguel Flores (guitarra eléctrica, percusión), Abelardo Oquendo (guitarra eléctrica), Manuel Miranda (Saxofón, siku) y Arturo de la Cruz (sintetizador). En una de las piezas, y por recomendación de Proaño, participó Corina Bartra, presentando una verdadera proeza de experimentación vocal.

Tras largos años viviendo en Viena y luego en Londres, Manongo Mujica regresó al Perú en 1972. Hijo de un diplomático y mecenas peruano, se había iniciado como baterista de jazz hasta su traslado a Londres a mediados de los sesentas, donde vivió y atestiguó el florecimiento de una escena londinense de rock y música de vanguardia. Empezó a tocar para obras de danza y teatro, y ya había despertado en él su vocación por la improvisación libre, inspirado en figuras como John Stevens de la Spontaneous Music Ensemble. En 1970 se unió a Los Mads, banda de rock psicodélico integrada por peruanos que se habían instalado en Londres. Ya en Lima se involucró rápidamente con el circuito de danza, y musicalizó un montaje de la obra Flora Tristán (1974) de la bailarina Yvonne von Mollendorf, realizado para un registro en video de Rafael Hastings, con quien además realizó muchas colaboraciones. Pero también tomó rápido contacto con la cantante Susana Baca, con quien realizó conciertos de improvisación, y con Omar Aramayo, poeta puneño e intérprete de instrumentos de viento andinos. Aramayo y Baca, junto con Gustavo Medina, Sergio Castillo y Beatriz Zegarra, habían formado a principios de 1970, un grupo llamado Tiahuanaco 2000, con composiciones de Omar Aramayo, en la voz de Susana Baca, y con un enfoque musical no convencional. “Nuestra música era completamente vanguardista, buscábamos impromptus, sonidos, armonías desconocidas. Excepto las canciones que creaba para Susana, que eran como remansos”, recuerda Aramayo. “Siempre he tenido tres tipos de zampoña, la número 27. Un zanja o mediana, grave. Y una antarilla shipiba, además de una quena de canilla. Para la época de las improvisaciones con Manongo y Corina, yo ya tenía unas quenas magníficas de bambú africano, hechas en París por un artífice muy famoso, Milton Zapata, huancaíno, una maravilla, además de una quenilla shipiba”, agrega el músico. Tiahuanaco 2000 estaban vinculados al grupo de Poetas Mágicos del Perú, conformado por Aramayo, Cesar Toro Montalvo y Roger Contreras, creadores de la revista Girángora, donde publicaban poemas visuales y fonéticos.  Omar había hecho la música para diversas películas, entre ellas El Reino de los Mochicas (1974) de Luis Figueroa, donde los sonidos andinos eran usados de manera libre. La banda sonora estaba compuesta de soplidos que creaban atmósferas y vagas melodías que se desvanecían, buscando encontrar la voz de los instrumentos de viento.

Susana Baca y Omar Aramayo en la época de Tihuanaco 2000

La experiencia de Tiahuanaco 2000 se terminó en 1972, año en que Aramayo viajó a Francia, teniendo como meta participar del Festival Mundial de la Juventud. Finalmente, sólo El Polen participó del festival. Aramayo se quedó en París, e hizo diversos conciertos en circuitos de jazz, para finalmente, y luego de una larga estadía, volver al Perú el 28 de julio 1974, al poco tiempo conoció a Manongo Mujica, por intermedio de Rafael Hastings, y empezaron a tocar juntos.

Por su parte, Corina Bartra había dado a conocer sus dotes como vocalista experimental en un concierto realizado en el Teatro Municipal a mediados de los 70. Ya con Omar Aramayo en Lima, formaron un conjunto con Mujica, con quien además realizó shows a dúo y algunas grabaciones (existe un registro en video realizado por Rafael Hastings en 1978, bajo el título “Echoes”). “Una voz diferente” fue el nombre de un concierto que Corina ofreció a principios de los 80s, donde mostró toda su radicalidad vocal. Al poco tiempo se mudó, primero a Londres, donde tomó algunos cursos libres en el Guildhall School of Music and Drama y luego a Nueva York donde siguió estudios en el Mannes College of Music. En dicha ciudad publicó de forma independiente el álbum Yambambo (1985), donde integró elementos afroperuanos con el jazz, en el tema que daba título al disco, y donde se percibía la naturaleza lúdica de su voz. Pero es el tema “Jungle” donde Corina iba aún más lejos, y donde mostraba una amplitud de posibilidades vocales. Marcado por un sonido tribal que le permitía liberar un idioma despojado, pre verbal, aprovechando los recursos de la tecnología para superponer voces y extenderlas. En las notas del vinilo, el experimentado baterista neoyorquino Clifford Barbaro, quien integró la banda de Corina para este álbum, hizo una descripción de dicha pieza: “es una obra inspirada en la selva peruana, nos lleva a un misterioso viaje, a exóticos mundos internos y externos. Se escuchan cantos primitivos y ecos gospel, recordándonos nuestro origen primordial.”

Corina Bartra

En 1979 Arturo Ruiz del Pozo, formado en el Conservatorio Nacional de Música, regresó al Perú tras dos años de seguir estudios de post grado en música electrónica y para cine en el Royal School of Music de Londres, donde tuvo como maestro al compositor y músico electrónico inglés Lawrence Casserley, allí compuso su obra cumbre Composiciones Nativas (1978), una serie de piezas de música concreta usando instrumentos nativos del Perú.

Ese mismo año y con el auspicio del INC, Manongo Mujica organizó el “Ciclo Abierto de Exploraciones Musicales”, el primer gran festival dedicado a la improvisación libre, donde participaron artistas de diversas procedencias: del mundo del jazz, de la música clásica contemporánea, del rock y la música afroperuana. Manongo Mujica y Arturo Ruiz del Pozo participaron de una obra presentada por César Bolaños. Mujica había tenido un acercamiento a la música clásica contemporánea, había sido solista en 1976 del estreno de la obra “Evoluciones II”, para percusión y orquesta, de su tío, el compositor peruano vanguardista Enrique Pinilla, quien también fue un reconocido compositor de música para cine. El experimentalismo de los compositores peruanos de la Generación del 50 había sido sin duda muy estimulante para esta joven generación, en particular por la integración de lo andino en obras decididamente modernas. En 1979, Mujica también organizó un evento al que invitó a Cesar Bolaños y a Edgar Valcárcel, y donde presentó una obra de música concreta llamada “Homenaje a Lady La Mar”, en base a percusiones extendidas, y que junto a las piezas “Lago de Totoras” de Arturo Ruiz del Pozo e “Iranpabanto” de Miguel Flores fueron presentadas en mayo de 1983 en un ciclo de conciertos de música electrónica llamado “Fast Forward”, como parte del “San Antonio Festival ’83”, en el Hemisfair Plaza en San Antonio Texas, gracias a la mediación del músico norteamericano George Cisneros. Aquella vez se escucharon también piezas de Pauline Oliveros, Antonio Russek, Reed Holmes, Gary Kendall, y el propio Cisneros, entre otros.

Fue justamente en el “Ciclo Abierto de Exploraciones Musicales” que Mujica y Ruiz del Pozo improvisaron con Luis David Aguilar, compositor y violista, graduado en el Conservatorio Nacional, quien se había dedicado a la música para cine y televisión. Admirador de la obra del compositor cuzqueño Armando Guevara Ochoa (un “expresionista indigenista”, en palabras del director Theo Tupayachi), además de trabajar con leyendas del criollismo y el jazz peruano como Mario Cavagnaro y Jaime Delgado Aparicio, quienes le dieron mucha apertura a sus experimentaciones como compositor de jingles y bandas sonoras, durante su paso como compositor y arreglista en Sonoradio, una de las mayores empresas discográficas peruanas. Fue en la música para cine donde Aguilar encontró un espacio de desarrollo, y donde supo articular el empleo de sonoridades andinas, con técnicas vanguardistas, montajes y uso de sintetizadores, en un amplio rango de posibilidades, que marcaron un nuevo camino para la música cinematográfica peruana. Porque el cine, como el teatro y la danza, valga decir, el mundo de las bandas sonoras, fue un espacio de apertura y campo de experimentación para estos músicos.

Luis David Aguilar

Manongo Mujica (batería y percusiones), Arturo Ruiz del Pozo (piano y sintetizador) y Omar Aramayo (instrumentos de viento nativos), formaron una agrupación en 1981, condensando la experiencia ya recogida de lograr esa amalgama entre ímpetu experimental, electrónica y folclore. Nocturno (1983), fue el nombre que le dieron a la primera referencia grabada y producida de forma totalmente independiente de esta generación, publicada en formato casete. La grabación se hizo en vivo, e incluyó también sonidos pregrabados (como el sonido de un tren en la pieza de apertura compuesta por Aramayo), que eran lanzados en vivo por Ruiz del Pozo, a partir de los archivos de sonidos de Guillermo Palacios, quien se encargó de la grabación y edición final del álbum. Al año siguiente, Arturo Ruiz del Pozo publicó también de forma independiente y en casete, Composiciones Nativas (1984). Por esos años Mujica había conocido a Julio Chocolate Algendones, un destacado percusionista afroperuano (cajón, tumbas y bongos) que había formado parte de la agrupación Perú Negro, y del conjunto que acompañaba a Chabuca Granda, y quien había sido iniciado en el mundo de la santería durante su estancia en Cuba y Haití a mediados del 60. En 1984, Chocolate publicó un casete llamado Canto Eleegua, un homenaje a la santería cubana, que contó con la participación de músicos como Makelah, Manola Azzariti, Juan Zulueta, Augusto Chévez, Rosa Vargas y Vicky Heredia, quienes se repartieron roles de percusión y voces en las extensas piezas que ocupaban cada lado de la cinta. Mujica escribió un breve texto, que se incluyó en la edición, donde decía: “El elemento de la repetición en la música ritual, tiene una doble función: por un lado, establece una base rítmica, sobre la cual se apoyan todos los demás ritmos, como en el eje de un gran círculo. Por otro lado, esta repetición actúa como una oración que va lentamente transformándose hasta devenir en un puente con la otra realidad”. La música hipnótica de Chocolate resultaba inspiradora, de algún modo su búsqueda ritualista catalizaba el espíritu del momento, por el cual, como con los chamanes, la música era un medio para el ingreso a una dimensión nueva e ignota.

En una entrevista concedida al diario El Comercio, en enero de 1979, Luis David Aguilar declaró: «Estoy a la búsqueda de un sonido nuevo que pueda proyectarse universalmente, sin perder su raíz de origen y que sea comprensible por todos.” Aquello quedó plasmado en una pieza como “La Tarkeada” (1986) donde tomando una melodía puneña, Aguilar compuso una serie de variaciones interpretadas por un conjunto de tarkas (grabadas por Richard Silva, del grupo Del Pueblo…Del Barrio) y redoblante (David Sandoval), que se yuxtaponía a los sonidos electrónicos espaciales de un sintetizador, tratando de sugerir el encuentro de dos planos temporales y a la vez estéticos. La exploración en la música electrónica en su combinación con el piano preparado e instrumentos andinos, sería una constante en Aguilar, como quedó fijado en la banda sonora del corto Ruidos del Perú (1979) de Walter Saba y en los cortos documentales  Hombres de Viento (1978) y Venas de la Tierra (1983), de José Antonio Portugal, donde además de los instrumentos andinos, y el piano tocado con técnicas extendidas, incluyó voces procesadas y un minucioso trabajo de montaje en estudio, que volvían a estas composiciones, extrañas y disonantes exploraciones que imaginaban un tiempo mítico y a la vez uno futuro, una vía de síntesis vanguardista con elementos de música peruana. “Es una respuesta a la realidad en que vivo. siento el deseo de crear sonoridades densas, agresivas, telúricas. Un deseo de gritar, tal vez un poco, buscando trascender la inercia del oyente, o la incomunicación de nuestra sociedad”, agregaría Aguilar en la mencionada entrevista.

Esta generación estaba además en un camino creativo que corría en paralelo al del gran estallido de electrificación de lo folclórico que había traído el movimiento chicha, el cual se desarrollaba en los conos de la ciudad y que representaba a una gran masa social migrante. Para esta escena de música experimental el objetivo estaba en crear un espacio común entre ese sonido del folclore y sus ímpetus renovadores, dentro de concepciones musicales no convencionales, en tanto que la chicha había planteado una fusión del sonido andino y elementos tomados del rock que corrió como reguero de pólvora y definió rápidamente un estilo arraigado en una nueva experiencia urbana. Miguel Flores intentó su propia versión de electrificación guitarrera de lo andino achichado en uno de los temas de Primitivo llamado “Pachacuti” (palabra que en la cosmovisión andina refiere a la llegada de una época de transformación total, de cambio de un orden), que más bien culminaba con una disonante y hendrixiana masa de feedback, y Ruiz del Pozo compuso la que debe ser una de las canciones icónicas de la vida del migrante en la ciudad “Gregorio” (1984), interpretada por el grupo de rock fusión Del Pueblo…Del Barrio, cuya versión instrumental se incluyó en la banda sonora de la película del mismo nombre. Para estos músicos experimentales acercarse a lo popular implicó una deconstrucción de lo folclórico y una exploración de las posibilidades que los instrumentos nativos ofrecían. Para a partir de allí ir hacia formas abstractas, simbólicas y conceptuales, pero también hacia formas más melódicas, de marcada influencia jazzística y con un aprovechamiento de la electrónica y del estudio de grabación.

Arturo Ruiz del Pozo (Foto por Elisa Alvarado)

Un trabajo como Composiciones Nativas de Ruiz del Pozo, lo ejemplifica bien, está basado en el empleo de sonidos transformados, extraídos de instrumentos nativos, como el crujido de las cañas de las zampoñas, dando cuenta que lo andino podía emplearse más bien por sus cualidades auditivas, como cualquier otro tipo de material, en composiciones de música concreta. En los primeros conciertos de dichas obras, Ruiz del Pozo incluía proyecciones abstractas, generadas con líquidos de colores. Solía llamar a la experiencia música visual. Los experimentos con sonido del pintor José Tola hicieron eco con la estética neo ancestralista de Ruiz del Pozo. En 1987 grabó 44 disonantes improvisaciones en diez casetes, en una larga jornada en las ruinas de Pachacamac. Acción sonora que luego recopilaría en un CD, bajo el título “Improvisaciones desde un infierno”. Del mismo modo, Manongo Mujica, quien también era pintor, realizó una performance durante la Bienal de Arte de Trujillo, que consistió de un ritual de entierro de un cello, en los alrededores de la Huaca de la Arcilla, la monumental escultura del artista Emilio Rodríguez Larraín, que remitía a formas arquitectónicas prehispánicas conocidas como huacas. Así mismo, Mujica, elaboró una gran cantidad de partituras visuales, algunas intervenidas con objetos, o elementos como arena, la gran mayoría para obras que sólo eran posibles en el espacio de la imaginación. Esa dimensión conceptual tomó un nuevo rumbo en Paisajes Sonoros, casete de Manongo Mujica y Douglas Tarnawiecki, con el apoyo de Ruiz del Pozo y Chocolate Algendones, y que estaba basado en grabaciones de campo de zonas urbanas y zonas naturales del Perú (sonidos de aves, mar, lluvia, desiertos, autos, estaciones de radio), material con el que crearon un collage de sonidos sobre el cual agregaban una nueva composición a partir del empleo de una amplia variedad de instrumentos como steel drum, tambor africano, kalimbas, birimbau, gong, semillas, palo de lluvia, papeles, tumbas, bongó, cajón, batería, sintetizadores, órgano hammond, y un instrumento inventado por Douglas Tarnawiecki, llamado “arpa marina”, un largo tubo con diferentes sonajas, algunas de caracoles, ordenadas de la más aguda a la más grave. El resultado era una insólita aproximación al jazz fusión y el ambient con sonidos concretos, en una amalgama sónica inédita. El concepto de Paisajes sonoros, radicaba en que la propia realidad sonora del entorno se volvía un instrumento más.

Partitura visual de Manongo Mujica

Aquí también se plasmó una poética entorno al desierto y al vestigio (la portada de Paisajes Sonoros era una foto del desierto de la costa peruana de José Casals), que serán elementos presentes en muchos trabajos posteriores de Manongo Mujica, en especial el desierto de Paracas, que también había sido inspiración para Rafael Hastings, en la creación de una obra para coro polifónico llamada “El hijo del hombre” (1978-1982) a la que el autor se refería como misa escultórica. A su vez el empleo de grabaciones y efectos sonoros afines a los foleys cinematográficos, seguiría siendo explorado en diversos proyectos de Mujica, como la pieza “Invocación” del casete Mundos (1989). Después de Paisajes sonoros, Mujica junto con Jean Pierre Magnet, Chocolate y Enrique Luna había fundado Perujazz, un grupo de jazz de vanguardia con elementos afroperuanos y andinos. Los 14 hipnóticos minutos del tema “El origen del huayno” incluido en su álbum de 1987, es un perfecto ejemplo de la síntesis estilística que venían explorando.

Douglas Tarnawiecki era un compositor graduado en el Conservatorio Nacional, pianista e investigador de músicas del mundo, quien siguió estudios en el Eastman School of Music en Rochester, viajó luego a Grecia y retorno al Perú a fines de los 70s, allí tomó contacto con Mujica con quien realizó una serie de conciertos de música espontánea, luego vino Paisajes sonoros, y en 1986 formó un cuarteto con Julio Bringas, Hernán Quiñones y Reynaldo Morales, en base a la combinación de instrumentos nativos como quenas, zampoñas, bombos, cajón y el piano. “Espíritus” era el nombre de la larga composición que presentaban en vivo, y el grupo se hizo finalmente conocido con dicho nombre. En una entrevista de 1987, en el N° 3 de la revista Lienzo, en alusión al casete Paisajes Sonoros, Tarnawiecki señaló un aspecto que puede englobar a esta generación: «Lo que a mí me interesa de este trabajo es lo que en cierta manera simboliza lo que es el Perú, la heterogeneidad. No usamos lo nacional como una motivación específica. Yo creo que lo nacional viene solo, por el hecho de estar viviendo aquí, y tal vez lo que sí me interesa, como una de las posibilidades, como tendencia o como posible proyección, sea tratar de ahondar en la capacidad de comunicarnos con un mayor número de personas diferentes o de diferente formación, lo que no es fácil».

Espíritus: Hernán Quiñonez, Reynaldo Morales, Julio «Lito» Bringas y Douglas Tarnawiecki

*

Esa heterogeneidad quedó plasmada también en un festival organizado por Arturo Ruiz del Pozo en 1988, en la meseta de Marcahuasi, ubicada a 4 mil metros de altura, y que llevó como título “Marcawasi 88” – Encuentro por la Paz”, y donde se presentaron una gran cantidad de agrupaciones de folclore, jazz, nueva canción, y cualquiera que se animara a subirse a tocar. En dicha ocasión Ruiz del Pozo presentó su obra Canto a Markawasi, con músicos sinfónicos, andinos y con la participación de Manongo Mujica y Chocolate Algendones, quizá las más ambiciosa y ecléctica de sus composiciones. Arturo venía de publicar un álbum llamado Viajero Terrestre (1986), también en casete, compuesto usando un sintetizador, piano, algunas percusiones y vientos andinos, que ya prefiguraban sus tendencias cercanas al new age, pero que también ratificaban su lugar como un excelente y creativo pianista y compositor en obras de tendencia post minimalista y cercana a la música progresiva, como la pieza “Retorno”. Pero había sido la presentación en vivo de Composiciones Nativas (1984), lo que había despertado una polémica que es importante recordar. Se trató de un debate a través de una serie de columnas periodísticas aparecidas en junio de ese año, en el diario La República, entre el musicólogo Américo Valencia y el crítico Roberto Miro Quesada. Valencia criticaba la legitimidad de tomar elementos andinos de manera libre para producir música experimental que sea identificada como andina, y abogaba por una real música experimental del ande que debía surgir del propio mundo andino. Sin estar en desacuerdo de esto último, Miro Quesada, más bien, defendía la libertad de Ruiz del Pozo de inspirarse en lo andino para hacer una música propia, como parte también de un proceso de integración. Lo que la discusión sin duda revelaba era el tenso escenario de fragmentación social sobre la cual estaba produciéndose esta música.

*

En otro artículo escrito por Miro Quesada llamado: “Crisis estructural nacional, lo andino como eje nodal”, publicado en marzo de 1988 en la revista Socialismo y participación, se leía lo siguiente: “Quizá en el Perú no pueda hablarse todavía de una identidad cultural cuanto de una identidad cívica expresado en un Estado plural, democrático y popular. Esto estaría demostrando que en el Perú recién estamos en la etapa de establecer la convivencia, punto inicial de toda identidad.  Como en el siglo XVI, donde la preocupación fundamental era aprender a convivir. Ahí estamos todavía. Y hoy como en aquel entonces, esa convivencia pasa por la construcción de una nación.”

Lo que en retrospectiva podemos denominar como el surgimiento de una escena de música experimental, entre fines de los 70s y principios de los 80s, teniendo como marco el tránsito hacia una nueva Lima y hacia nuevas formas de circulación de la música, fue también la llegada de un momento en que desde diversas perspectivas musicales (el rock, el jazz, la música clásica contemporánea), se asumió una renovación que generó un espacio común, a través de la incorporación de elementos del folclore y de formas musicales experimentales y/o modernas técnicas de grabación. Fueron esas reinterpretaciones del folclore las que cuajaron en un territorio común, que devino en una forma de entender lo experimental como una experiencia ligada a una visión ancestral. El territorio del eco, fue ese espacio donde confluyó esa imaginación mítica y esa ansia de una nueva música. (Luis Alvarado)