Foto: Nicolás Torres.

compartir

LIMA 77[1]

Desenfreno sónico, cultura y utopía popular

-Ensayo ganador del concurso La Ciudad Audible-

Por Rodrigo Quijano

  

19 de julio?

Aló, Diecinueve de Julio?

Aló, carajo! Contesta el pueblo peruano sobre este caballo de fuego

Cesáreo Martínez/Cinco razones puras para comprometerse (con la huelga)

1977 es el que muchos señalan como el año decisivo en la formulación del punk anglosajón y el año decisivo en el cambio de un paradigma postindustrial en el resto de Europa. El 77 peruano resulta el año álgido de las batallas de los trabajadores en contra de la precarización y el ajuste de la dictadura de Morales Bermúdez (1975-1980), de modo tal que el 19 de julio de ese mismo año se produce el gran paro nacional que pone en jaque al régimen.

Culturalmente hablando, el sonido y la furia de ese movimiento venía quizás cargado en los pistones explosivos de la cumbia tropical andina, o chicha, en una época en que para la oreja hegemónica ese movimiento no producía música, sino el mero ruido de un sector rebelado pero casi invisible del Perú, o a lo sumo el ruido de una rebelión no reconocida o vuelta, como veremos también, inaudible.

Si el punk peruano de los años 80 y su vertiente “subte” fueron hipotéticamente la violenta reacción al desmantelamiento de los cambios sociales y políticos producidos en la década anterior, es reconocible que esta reacción no se realizó a través de un acercamiento a ese ruido previo que era la chicha, sino, más linealmente, a través del molde “internacional” del rock and roll distribuido a través de los canales usuales en radios locales y ediciones nacionales. Como dos caminos que nunca pudieron cruzarse, la chicha y el punk subte parecen el síntoma de un proyecto de fusiones políticas y culturales abortado.

*

¿Pero por dónde empezar a contar algo que sucedió pero que parece que no hubiera sucedido? ¿O que si sucedió duró instantes y su desaparición produjo secuelas que parecen eternas? Ah, pero el año 77 condensa y define tantas cosas en la reciente historia del mundo. Y como pequeño recuerdo del futuro lo que me interesa discutir aquí es una grieta del pasado para mirar hacia el omnipresente.

Como ya mucha gente ha anotado, el año 77 es algo así como la cesura en la que divergen dos momentos del mundo contemporáneo: es el año en que surge violentamente (y “oficialmente”) el punk en Londres, durante la celebración de los 25 años de la reina de Inglaterra y la ocasión en la que los Sex Pistols y sus productores alquilan un bote para navegar en el Támesis y tocar su versión de God Save The Queen, en donde las estrofas riman con “fascist regime!”, razón por la cual van a parar todos a la cárcel, incluidxs la diseñadora Vivienne Westwood y el productor Malcom MacLaren, según algunas versiones brutalmente golpeado por la policía[2]. Es el año de la puesta al mercado de las computadoras personales, la Commodore y la Apple II. El año de las primeras elecciones en España, luego cuatro décadas de dictadura fascista con Franco. Y de manera más importante para esta historia, el 77 es el año en que Deng Xiao Ping, luego de ser perseguido durante la Revolución Cultural nueve años antes, retoma el poder del Partido Comunista Chino, prepara el terreno para las reformas del nuevo capitalismo chino y defenestra a sus viejos enemigos de la famosa Banda de los Cuatro, cuando no se avistaba todavía esa otra banda, The Gang of Four. El efecto de este golpe de timón en los manejos del Partido, la economía y la sociedad chinas es tan impactante para la militancia maoísta internacional, que en 1980 una de sus pequeñas pero letales facciones en el Perú, que justo acababa de hacer su ingreso a la clandestinidad, reacciona viciosamente y cuelga de los postes de Lima a varios perros callejeros ahorcados, con el cartel de “Deng Xiaping hijo de perra” y “Así mueren los traidores”. Aunque los perros aparecieron colgados en varias calles importantes en la mañana del 26 de diciembre, como señalando directamente la fecha del nacimiento de Mao, y aunque hubieron muchos registros de prensa, la imagen tomada por Carlos Bendezú en la que un policía se dispone a descolgar a uno de los perros, rodeado por un grupo peculiar de público curioso, es la que ha permanecido como el registro icónico de esos ahorcamientos.

Pero por todos estos extraños frutos, el 77 y los años subsiguientes a nivel global inician casi el reverso del año 68, al menos según los mitos aún vigentes sobre ambas fechas, e inician también el fin de muchas las promesas de transformación social de la postguerra mundial; o resitúan al menos varios proyectos de emancipación, mientras se prepara la gran operación de desmontaje de los derechos de los trabajadores asalariados y sus conquistas democráticas en diversos lugares del mundo, empezando, como se sabe, por Chile el año 73, en donde se adelanta violenta y experimentalmente el relato neoliberal que luego sería globalizado como una pandemia. Muchas de las reivindicaciones sintetizadas en el mítico y luchador año 68 parecen ser el punto de amenaza principal en los cambios del año 77. Después de todo, en el verano de ese año y de manera por supuesto más banal, Elvis pasaba igualmente a otra dimensión.

El 77 peruano del que quisiera hablar está todavía a varios años del nacimiento “oficial” del punk subterráneo local (de los años 1983-85, apodado también ‘subte’), pero a pesar de esa distancia, sin embargo, condensa muy bien gran parte de la explosiva rebeldía antidicatorial del movimiento obrero y sindical, en la defensa de las conquistas y libertades que se abrieron y catalizaron bajo el impulso de los singulares procesos del propio 68 peruano. El proceso militar reformista vivido bajo el nombre coloquial de velasquismo, o bajo el nombre oficial de Revolución Peruana, bajo la presidencia de facto del general Juan Velasco Alvarado, impuso en 1968 un gobierno fuertemente anclado en el Estado. Tuvo una dirección militar corporativa no partidarizada e inició una serie de reformas imprescindibles en el campo, en la industria, en todo el sistema productivo y en la educación y la cultura, pero sobre todo rompió, o quiso romper, el pacto colonial y oligárquico de la discriminación y segregación racial. Desde ese punto de vista, probablemente la reforma que cuestionó de manera más radical y profunda la institución oligárquica del racismo y la segregación en el Perú de fines de los años 60, fue la Reforma Agraria (RA). La política de propaganda de la RA estableció claramente y desde un principio el carácter mestizo/aindiado de los benefactores reales y simbólicos del conjunto de las reformas gubernamentales. A través de la Dirección de Promoción y Difusión de la Reforma Agraria, e involucrando a una parte de la vanguardia artística y cultural del momento, el Estado inició una inmensa campaña de propaganda que realizaba, por primera vez en el Perú, la síntesis de vincular el perfil gráfico absolutamente pop con el perfil aindiado y mestizo de una población contemporánea previamente invisibilizada en la historia de las imágenes del Estado peruano[3].

Este punto me interesa especialmente porque una de las características de las subculturas es precisamente ganar visibilidad y en este caso en particular estamos hablando del principio del fin de una invisibilización colonial de quinientos años o, para el caso del Estado peruano oligárquico, de poco más de un siglo y medio, para el momento en que se gesta esta renovada fuente de visibilización. El perfil aindiado mestizo ganó de este modo un nuevo espacio en la mirada contemporánea del Perú a través de un lenguaje de vanguardia, pero además y esto es interesante para el tema que quiero comentar, ganó un espacio físico real en el nuevo espacio urbano gestado por esa nueva ciudadanía.

*

La ciudad y sus invasores

Construido en base a las masas migratorias llegadas del campo a la ciudad, el espacio urbano de Lima 77 se convierte de este modo en un espacio ganado y conquistado a una Capital históricamente centralista y excluyente, y enunciada a sí misma como criolla, es decir “blanca”, respecto a la migración rural de origen principalmente quechua. Frente a esa enunciación, los nuevos llegados a la ciudad ocupan con su identidad visual las calles, los puestos de trabajo e impregnan el aire con su música.

Creo que es bastante conocida y explorada la saga de la migración rural a la ciudad en todo nuestro continente como para reiterarla aquí. Quizás la peculiaridad más saltante, en el caso de la ciudad de Lima, sea el dato adicional de que desde de los años 50 las élites abandonaron paulatinamente el centro de la ciudad, dejando grandes propiedades y edificios completos en estado de abandono, incluso algunos virtualmente intactos como si sus ocupantes hubieran huido a la carrera, sólo que cerrados y clausurados, intocables para cualquier otro uso en manos de otros ciudadanos. Como monumento a la segregación y discriminación creo que estos edificios vetados para el resto de la ciudadanía son una imagen que no necesita mayor comentario[4]. Sin embargo, el hecho es que la ocupación del mismísimo centro de la ciudad por la nueva ciudadanía de origen rural se produjo, por este motivo, y en medio de la descomposición del tejido social y económico producto de la crisis del final del gobierno velasquista, como una ocupación directa de la calle, creando desde entonces la imagen del centro de la ciudad como lugar de intercambios libres, desregulados e informales. El epicentro de lo que algunos llaman una economía barroca, basada en un complejo sistema de intercambios y reciprocidades, y acaso de manera más importante para nuestro relato, erigida como lugar de experiencias consideradas inobjetablemente genuinas. Este último rasgo de lo “genuino’ como premisa de la experiencia despojada de toda intermediación comercial o de algún modo considerada espuria, es desde entonces el eje de una leyenda sobre el centro de Lima que asumirán las bandas del punk subte de la Lima de los 80 (Greene 2016) y que herederán también las juventudes que vinieron después.

En teoría, la ocupación del espacio urbano, la creación de recorridos vivenciales, psicogeográficos, en el mapa de la ciudad, o el uso de las calles como expresión de identidad pública, forma parte de la supuesta filiación debordeana que ha establecido Greil Marcus (Marcus 1989) en su famoso ensayo sobre la línea que en teoría abastece de cierta mística y estética vanguardista previa al punk occidental durante el siglo XX. Pero en rigor, el uso de la calle y sus espacios como vehículo de definición y pertenencia en realidad está históricamente en muchas otras vanguardias, lo mismo que en muchas subculturas urbanas populares. No obstante, hay indicios de que el uso de la calle por esta masiva población de origen quechua y rural recién llegada fue casi invisible a pesar de su masividad. A diferencia de otro grupo de ciudadanos venidos del interior del país muchos años antes, en 1917, y organizados en torno al grupo literario Colónida, que tomó las calles excluyentes de Lima a través de su insolente dandysmo y la convirtió en su centro de actividades y en observatorio de la vida urbana -para escándalo de la belle époque limeña[5]-, aquellos llegados medio siglo después pasaron virtualmente desapercibidos para los ojos y oídos hegemónicos, que en principio y a pesar de la abundancia de los recién llegados, se resistieron a ver u oír.

De manera muy distinta al perfil aspiracionalmente aparisinado de la Lima Colónida de 1917, para 1977 debemos imaginar un centro de Lima ya abandonado por sus élites y casi totalmente ocupado, lotizado si se prefiere, por el comercio ambulatorio fruto del enorme desempleo y de la crisis económica iniciada como parte de la crisis global de 1974 y agravada desde 1975 en adelante, a medida que otro gobierno militar, el del general Morales Bermúdez, precarizaba el empleo, y desmantelaba y retrocedía en todas las reformas promovidas en el 68. En ese espacio urbano desregulado, entonces, los recién llegados son flaneurs invisibles del mapa ciudadano[6], aunque sin duda tienen claro el margen al que pertenecen, con su color, con su cultura y sobre todo con su música: la chicha. En las carátulas de su álbumes posan desafiantemente, soberanos o emancipados. Parecen llegados de otro planeta y son invasores mestizos y aindiados, y es de ese modo en que con toda ironía se autorretratan en las carátulas de sus long-plays o en los nombres de las bandas, como en el caso de Los Ovnis (1978) de Huancayo, o de Los invasores de Progreso (1980), posando delante de las naves interplanetarias de las que desembarcan con sus pantalones acampanados y sus camisas de telas sintéticas estampadas y producidas quizás incluso por la industria nacional. El espíritu del mensaje es paródico aunque concreto, ya que de manera similar a uno de los discursos clásicos de la ciencia ficción, a la que citan con toda ironía, la utopía y el cambio sólo pueden provenir del espacio exterior y, en este caso específico, de ese espacio excluido que para estos recién desembarcados constituye Lima, y en general el mundo urbano nacional emergente del período.

Algo va a pasar

En realidad, para el 77 el término “invasores” ya ha recorrido, desde mediados de los años 50 en el Perú, una parte importante del movimiento campesino en los Andes como parte de la lucha por la tierra y como parte la liberación de las relaciones serviles de trabajo impuestas por el dominio gamonal en las haciendas. Su uso, en absoluto desinteresado, refiere en toda conciencia al proceso de ocupación/recuperación/toma de tierras por parte del movimiento campesino organizado en su enfrentamiento y destrucción del sistema de la haciendas y su régimen laboral asociado de explotación “feudal” -precisamente aquel que, en esos años, retratara y denunciara desde el horizonte de la redención utópica José María Arguedas en el increíble relato El sueño del pongo (1965).

A lo largo del país, la progresiva sindicalización del campesinado, iniciada en la postguerra mundial, alcanza en la primera mitad de los años 60 su punto más alto como forma de organización y presión en contra del latifundio[7]. En este nuevo período que se abre en la vida nacional, no se trata solamente del avance de una serie de conquistas del movimiento campesino, cuyas rebeliones venían forjándose desde las primeras décadas del siglo XX, sino que se trata además del paulatino debilitamiento político y simbólico de la clase terrateniente. Como señalara Alberto Flores Galindo al establecer este proceso histórico, entre ambos fenómenos no sólo se mella el principio de autoridad oligárquico, sino que se produce un cuestionamiento directo de la propiedad privada[8].

En las comunidades con mayor acceso e inserciones a sectores más modernos de la economía, debido a las vías de comunicación, el tren o la carreterra, y sus entornos productivos y comerciales, se traduce también en una mayor capacidad y libertad de negociación[9]. Por fuera de las relaciones serviles de trabajo surge “un nuevo estado de las cosas” en el campesinado, confirma Arguedas al citar su investigación, y concluye que ese nuevo estado sería históricamente imposible de haber sido conseguido, si dichas comunidades hubieran mantuvieran el carácter servil de la mano de obra o el control de sus bienes y tierras por la clase terrateniente. Aquí se trata de una nueva subjetividad, entre cuyas novedosas características Arguedas destaca la “insolencia” de indios y mestizos, y una nueva percepción de su propia identidad[10].

Quizás debido a estas características no sea en absoluto extraño que la modernización más importante de la cultura musical andina proviniera entonces, como es consenso, precisamente de la zona del Valle del Mantaro, dada la vieja articulación huanca con la costa y la Capital y sus procesos de modernización. Y debido a que, como investigara J.M. Arguedas en ese período, las comunidades campesinas de la zona del Valle consiguieron un margen de autonomía en su acceso a la tierra y su producción. A la conocida renovación en la instrumentación de la música tradicional huanca durante el siglo XX, con saxos, clarinetes, harmónica, güiro y batería -como en la legendaria cumbia aguarachada y twisteada La chichera, del compositor Carlos Baquerizo Castro (1965), que se supone ser uno de los hitos fundamentales en donde se origina todo[11]– se le fueron sumando así, vinculaciones e hibridaciones a otros géneros de circulación internacional.

Lo cual nos permite establecer otro punto: al punk continental, le preexistió otra internacional latinoamericana: la cumbia. Aunque se trata de una síntesis de la tropicalia originaria de Colombia, la cumbia es el gran catalizador de una serie de acentos de músicas regionales que hoy en día van de una punta a otra del continente. Pero en la versión peruana originada a mediados de los años 60, la tropicalia de la cumbia recarga eventualmente su acento en la parte más andina, tanto en su versión primigenia des-ruralizada, como en su inmediata consolidación posterior a través de la estructura y la innovación establecidas por el combo eléctrico rocanrrolero de la guitarra, el bajo y la percusión, y ocasionalmente un teclado.

Como otras expresiones musicales venidas del mundo rural, como por ejemplo el blues, la cumbia peruana (a la que, dentro de su diversidad regional, llamaremos chicha histórica, por distinguirla de su masificación comercial en posteriores productos y cooptaciones desde los 90 en adelante) es la electrificación y readaptación de un sonido tradicional y subalterno que desembarca en la gran ciudad. Y al igual que en otros relatos globales de esa electrificación, las historias de la migración y las vidas del trabajo son parte fundamental de esa cultura musical ante un nuevo público masificado.

A mediados de los años 70 peruanos, y vista desde nuestro presente precarizado, la gran cultura migrante es aún una cultura de trabajadores asalariados, con una militancia sindical sólida y una aún sólida capacidad de negociación en la búsqueda de ampliar sus derechos y su ciudadanía, algo que uno podría imaginar también como la herencia verosímil del movimiento campesino emancipado. Desde esa herencia, parecen también reinterpretar y retomar a su manera las grandes movilizaciones públicas controladas por la oficialidad del gobierno velasquista, sus reformas y sus masivas movilizaciones populares en calles y plazas del país. La documentación gráfica nos permite inferir que los 70 son los años en los que los trabajadores esperan el micro hacia sus fábricas en camisas floreadas, zapatos de taco alto y en pantalón acampanado. O en todo caso, por si las fotos engañan, sí habían trabajadores casi con empleo pleno y habían fábricas también y acaso la clase obrera iba al paraíso.

Cuando en la segunda mitad de los años 60, inicia la cumbia tropical y andina su larga aventura a todo volumen, las bandas involucradas difícilmente hubieran podido imaginar que en esos acordes y en esos punteos se aglomeraba toda la carga de un poderoso quiebre cultural. De manera similar a la manera en que algunos “géneros internacionales” sirven de sintaxis y hospedaje musical a géneros regionales o tradicionales que se van transformando, el sonido experimental de la primera internacionalización eléctrica que venía alimentada a la vena desde el lejano blues del huayno de chacra, hasta su explosión en plena psicodelia alucinatoria amazónica y urbana posterior: así la chicha histórica albergó la furia de una transformación social y cultural en marcha en el Perú de la segunda parte del siglo XX. No sólo como banda sonora de una urbanización novedosa y de una nueva cultura popular urbana de origen migratorio en proceso, sino también como alegre marcha fúnebre del severo momento oligárquico que parecía derrotado. Y quizás también como jugosa celebración de una emancipación y utopía avistadas allá a lo lejos. Y desde lejos, esa emancipación al parecer rugía.

La radical y chillona estridencia eléctrica de la cumbia tropical y andina de la chicha histórica descansó a su vez en los compases más morosos de una versión local cumbiera, con tintes de son y de guaracha, agarrada al mix de congas y timbales de las fusiones más modernas y experimentales “latinas” de los Estados Unidos[12], del jazz, al boogaloo, al rock, frente a cuyos sonidos los jóvenes músicos eléctricos peruanos de fines de los 60 y principios de los 70 tuvieron su primer arrebato y satori tropical moderno[13].

Aquí resulta indispensable pensar en la primacía de la guitarra eléctrica como un eje de síntesis natural en el que confluyó toda una música hecha de intercambios sonoros y culturales, en un contexto de precarias instituciones educativas y sin respectivas especializaciones musicales como el Perú.

*

La libertad irrestricta de músicos como el guitarrista Berardo Hernández, apodado Manzanita, o Enrique Delgado, fundador y líder de Los Destellos, o del emblemático Lorenzo Palacios Chacalón, y otros grandes músicos y bandas que arrasaron con toda frontera genérica en el mix y la internacionalización del lenguaje musical, hubo de ampararse necesariamente para dar ese gran salto adelante, en uno de los tres poderosos géneros latinoamericanos que circularon en la industria continental. De ellos tres (los otros dos eran el bolero-guaracha y el tango), la cumbia era sin duda el más versátil a la mezcla, a la adopción y alojamiento subterráneo de otros ritmos y tradiciones melódicas y armónicas más locales. En otras palabras, de ellos tres, la cumbia era el único género cuya estructura rítmica y cultural permitía su ampliación y modernización –y posterior captura-.

Segregación y descarga

Son los años previos a la aparición de otro género irrespetuoso con la tradición inmediata, como la salsa. Previamente a ella, la aventura proteica del boogaloo tropical y pre-salsero, por ejemplo, en su momento también difundido por orquestas peruanas de los 60s, herederas del jazz y del sonido del swing, requería de una instrumentación y ejecución más complejas. No cabe duda de que en ese contexto de emergencias y precariedades, la novedosa síntesis del combo de R&R adaptado a la necesidad de un sonido igualmente novedoso, aunque de origen tropical cumbiero, resultó no sólo adecuado sino acaso incluso emparentado al ethos DIY, con el que una serie de espacios sociales latinoamericanos, y de otros lugares del hoy ex “Tercer mundo”, se enfrentaban y se enfrentan diariamente, en un contexto de carencias en las que las categorías de lo “adaptado” y lo “hechizo” (un modismo derivado del verbo hacer) dan perfectamente cuenta de un giro barroco e informal, hecho directamente del puro deseo y de la pura necesidad[14]. Por eso, en medio de todo ello, además de ser simbólica y generacionalmente antena de novedades para el período, la guitarra eléctrica es indispensable y, en ese contexto, el combo básico del rock & roll fue el atajo a un deseo por mucho tiempo postergado.

Es necesario pensar y recordar, por otro lado, que bajo la regulación segregacionista y colonial española -y en algunos sectores del país sin duda hasta casi entrada la República-, el uso de la guitarra misma fue la representación de un privilegio casi exclusivo de criollos y mistis, es decir de “blancos” dominantes. Lo cual explica acaso el desarrollo de la figura tradicional andina del violinista, del charanguista o del arpista como eje de la melodía india[15]. La urbanización y -porqué no- la revancha genuina contra ese proceso colonial previo, implicó la readaptación de esa vinculación melódica, de manera no tradicional, a través del sonido agudo y crudo de la guitarra eléctrica y el uso epocal y múltiple de los efectos, del fuzztone y del wah wah, entre otros, enfatizando la versatilidad y adaptabilidad de su sonido para simularlo todo. O, si se prefiere, para evocarlo todo, incluso una transformación radical.

La chicha histórica, entonces, como creación y adaptación obtuvo de la cumbia la base del montuno tropical obstinado. Y sobre esa base montó, en el sentido del bricolage, y en el sentido de la construcción de entendimiento y, porqué no, de la cadena industrial de montaje aún vigente y viva de esos años también, una versatilidad melódica que para el año 77 ya estaba directa o indirectamente vinculada a la pentafonía tradicional andina. Esa estructura de base obstinada en el bajo y la percusión elaborando permanentemente alrededor del montuno, le permitió a la guitarra principalmente, pero a la voz y también al teclado, volar melódicamente del campo a la ciudad y de la ciudad al campo, e incluso alcanzar virtuosismos de guitar hero; si bien al interior de las bandas, estos intercambios en la ejecución fueran idealmente un diálogo y un pacto democrático, en donde todo tenía un lugar horizontalmente productivo.

A diferencia de otras hibridaciones musicales previas como la melodía andina idealizada de los compositores del nacionalismo romántico, o el fox-incaico de la belle époque[16], la chicha histórica se ampara y procede de la renovada agencia pentafónica que llega en el equipaje identitario de la emergente cultura popular urbana producto de la migración. En el velorio de la cultura oligárquica que viene anunciado en el período, los síntomas de esa reversión, como se sabe, atraviesan gran parte del pensamiento y la cultura nacional y sus debates. Pero sobre todo atraviesan los sonidos y las imágenes que interpelan pública y masivamente el centro de exclusión criollo hegemónico; desde las formas religiosas no oficiales pero masivas como la imagen de Sarita Colonia, hasta ídolos de la canción como Lucha Reyes y futbolistas como Hugo Sotil, apodado el Cholo, precisamente en un momento en que ese signo étnico aún podía ser una diferencia, o acaso una verdadera novedad, en la iconografía mediática local[17].

La soberanía chola de la cultura popular emergente, el novedoso ethos del “indio insolente” a los ojos del mundo terrateniente en extinción del que hablara Jose María Arguedas en su investigación de campo entre el Mantaro y Ayacucho, son aquí el producto de una transformación social, pero también la deriva de un horizonte sin duda preñado de utopía política.

La función de repulsa que históricamente produjo el nuevo género y que– a pesar de multiples y continuos intentos de domesticación- aún produce en muchos sectores hasta el día de hoy, está directamente relacionada a la originalísima conformación de una cultura popular emergente de origen rural y fundamentalmente quechua en una inédita y poderosa realidad urbana. Su transformación en masa obrera subvirtió de facto el carácter criollo y colonial del poder señorial asentado en la ciudad de Lima, consolidando esa subversión a través de una producción cultural de consumo masivo y antijerárquico.

Sin embargo, es también ese desenfreno, propio del ethos cultural y musical que corre por debajo de la tropicalia “mulata” (para decirlo con los términos del investigador puertorriqueño Angel Quintero, que utiliza la categoría racial colonial en el sentido positivo e histórico de las fusiones culturales del Caribe) aquello que encuentra en la descarga tropical una estructura de prácticas particulares de elaboración sonora. Y aún más, dichas descargas, entre las que quisiera sumar aquella que directamente vincula a la chicha con ese linaje tropical adaptado y capturado para sus propias necesidades, son las que permiten dentro de la participación de una diversidad de instrumentos, la notoriedad de sonoridades que están directamente asociadas a sectores sociales subalternos[18]. Esa mulatez, la hibridación, el mestizaje de la chicha, es y era choledad pura: una estridencia subalterna y masiva frente a la que Lima la horrible y hegemónica, se tapó -seguramente no sin su auto atribuída gracia criolla característica- los ojos y los oídos.

Es interesante notar que todo este fenómeno sucedía precisamente en el momento en que el Estado velasquista realizaba una interesante labor por abrir, de manera a la vez redentora y paternalista, el campo de las prácticas artísticas al folklore y la artesanía. En la búsqueda por incorporar ese segmento no dominante al sistema de producción hegemónico, la administración cultural del Estado velasquista buscaba profundizar, en el circuito de la producción y circulación, parte de la apertura generada en el aparato simbólico a partir de la Reforma Agraria y previamente, en las conquistas del movimiento campesino. Pero a pesar de ese interesante voluntarismo, expresado en una política que casi podría calificarse de contrahegemónica y singular si no viniera del Estado corporativo mismo, y que incluso generó un debatido Premio Nacional de Cultura en 1976[19], las consecuencias de ese gesto se fueron diluyendo en el camino.

Para 1977, terminada la experiencia de la “Revolución Peruana” y sobre todo en su llamada Primera Fase (1968-1975) con el velasquismo, esa línea político cultural desde el Estado peruano estaba en plena crisis, y ya para 1980 había desaparecido hace mucho tiempo. Pero precisamente en esa línea de políticas culturales, fueron el folklore y la artesanía, como representaciones idealizadas y romantizadas del carácter popular nacional, y no la emergente producción musical chichera en las ciudades, las que serían impulsadas de manera oficial a su articulación a la economía cultural del capital. En efecto: el reloj cultural de la política oficial atrasaba. No obstante, ese no era el único espacio sobre el que descansaba un rechazo al nuevo género, retratado a menudo como una degeneración de la música andina tradicional. Frente a la secularización del folklore y la artesanía y frente a la idealización de una cultura andina esencial, el espacio dejado a la chicha fue el de la expresión del rasgo decadente de una cultura ancestral, lumpenizada y empobrecida debido a su contacto urbano[20].

*

El evidente rechazo que originara la invisibilización de la chicha  en la cultura hegemónica, incluso en la académica y progresista, hasta bien entrados los años 80[21], quizás sea atribuible al desenfreno musical de las propias bandas, a su imagen y a su insolente y masiva estridencia electrificada. En resumen, habría que atribuir ese amplio rechazo a su inevitable ruptura con un orden jerárquico tradicional, y no sólo a aquel referido a la “alta cultura”, y a la transgresión de una cultura andina en proceso de urbanización.

En una parte interesante de esta recepción crítica académica, la chicha histórica aparece deslegitimada, insuficiente, incluso veleidosa, de poco valor cultural[22]. En 1986, preguntándose qué tipo de cultura popular es deseable construir en medio del “diálogo dramático entre occidente y el ande”, el desaparecido crítico musical y sociólogo Roberto Miro Quesada lamenta en sus textos que aquello que llama “cumbia andina”, sea una expresión efectivamente masiva, y que replantee de manera desigual a dos géneros establecidos como el huayno y la cumbia, y que además lo haga de manera carente de imaginación[23]. Miro Quesada, uno de los representantes de la aspiración progresista de un “mestizaje cultural”, muy idealizado en esos años, observa con ojo crítico adorniano una efectiva “masificación” de lo popular, que a su juicio descalifica simultáneamente a una cultura criolla en retirada y a una cultura andina urbana sólo interesante en tanto fenómeno de estudio, como “la música llamada chicha”, a la que no atribuye valor artístico alguno[24].

Aunque con mucho más de una década a destiempo, respecto del momento de aparición del género en los 60, en otros parecidos comentarios académicos sobre la chicha y las transformaciones en la cultura popular en las ciudades, se percibe en simultáneo, por un lado, la expectativa colectiva y por otro, la representación del peligro masificado. Pero en toda evidencia, se trata en su mayoría de objeciones hechas desde un corset binario en el que tradición y modernidad, tanto como lo popular y lo pop, sólo parecen poder ser entendidos como extremos antagónicos o irresolubles.

La CUAVES o la invención colectiva de la ciudad

Para mediados de los años 70, otra utopía en términos de la búsqueda de una alternativa u otredad radical, parece buscar salidas en la utopía política, en el espacio urbano y directamente en la invención colectiva de la ciudad. Los obreros y estudiantes que participaron de las movilizaciones, huelgas y piquetes del año 77, en defensa de sus derechos y en contra de la dictadura de Morales Bermúdez (1975-1980) y su política de precarización y ajustes, buscaban una forma de ciudadanización basada en el trabajo, en la experiencia comunitaria y en la saga del esfuerzo del trabajador inmigrante. Pero sobre todo, parecían impulsar su rebeldía desde la existencia colectiva.

Entre principios de los años 60 y mediados de los años 70 se dieron una serie de invasiones de terrenos baldíos fiscales, básicamente terrenos eriazos y sin uso, que fueron apropiados por fuertes movimientos populares sin sede y sin habitación. El término “invasión” en el Perú urbano refiere, con el evidente eco de las tomas de tierras del movimiento campesino, más precisamente a la práctica histórica de apropiacionismo de terrenos fiscales para la vivienda de manera comunitariamente organizada. De estas prácticas surgieron algunas de las experiencias de colectivismo, asambleísmo y autogestión urbana más importantes de América Latina. La más impresionante de ellas, fue sin duda la invasión de terrenos desérticos al sur de Lima en los que, en abril de 1971, inicialmente 64 familias el primer día y luego mil al segundo y semanas más tarde once mil, lograron instalarse provisionalmente en la zona de Pamplona, hoy en el distrito de Surco, antes de ser trasladadas por orden del gobierno militar a varios kilómetros más al sur y diseñar un territorio comunitario guiado por una utopía autogestionaria, huyendo de la tugurización de la ciudad, de los alquileres caros y, sin duda alguna también, de las autoridades.

Ese espacio comunitario y autogestionado, cuya colectividad auto organizada en comités por manzanas y cuadra por cuadra, y cuyo territorio buscaba desprenderse de la autoridad del estado pasó a denominarse Villa El Salvador (VES). Para fines del año 71, Villa El Salvador ya había alcanzado una población de 96 mil personas, organizadas en 800 manzanas. La Comunidad Urbana Autogestionaria de Villa El Salvador, o por sus siglas: CUAVES, constituyó de este modo, entre 1973 y 1983, una experiencia política de auto organización y autogobierno sin precedentes en la historia urbana nacional, plenamente basada en la práctica colectiva de la reciprocidad y la auto organización, bajo la idea de la construcción de un poder a la vez alternativo y paralelo al Estado, hecho de trabajadores para los trabajadores[25]. Como es claro, los nuevos ciudadanos invasores de la ciudad de Lima no venían de otro planeta, como sugerían con ironía las tapas de los discos chicheros a todo color, pero evidentemente querían otro.

Foto: Nicolás Torres

Todos estos motivos permiten dar cuenta no sólo del carácter inédito de esta estructura de autogestión y auto gobierno, sino además de la creación de un espacio urbano absolutamente único en su género, en la creación de una ciudad de carácter político autónomo dentro de la ciudad oficial. Una utopía urbana levantada en medio del desierto, construida a través de los vínculos de reciprocidad y a través de la conformación de una poderosa identidad colectiva de trabajadores y trabajadoras. Son años en los que a la cristalización de una identidad comunal, se le suma una identidad conformada por una vinculación en la que el trabajo asalariado es todavía parte de las relaciones sociales[26]. Esos años y ese espacio urbano, tuvieron un sonido y una imagen particular[27].

Entre 1975 y 1979 son los años heróicos de la organización de lucha sindical antidictatorial y podríamos decir que son también, los años heróicos de la chicha en las ciudades. Y son del alguna manera los últimos años del futuro imaginado desde esa perspectiva. Aunque ya herida mortalmente por la reestructuración global del capitalismo, la producción local industrial en cadena seguía lo suficientemente viva como para permitir la existencia de grandes sellos disqueros formales, incluyendo sus versiones pequeñas, a cargo de los propios empresarios del género[28]. Para la primera mitad de los años 80, la experiencia de bandas punk subte todavía alcanzó a hacer uso de la parte terminal de la industria discográfica en sus primeras producciones y en ese sentido chicheros y subtes de la primera hornada compartieron esa plataforma de producción en declive.

Foto: Carlos Bendezú. Revista Caretas.

Al mirar la foto emblemática de Carlos Bendezú, de los perros colgados por Sendero en repudio al cambio de dirección política del PCCH, nunca he podido evitar detenerme en la indumentaria y el perfil de los ciudadanos que miran desde una esquina en el segundo plano de esa imagen. Poco o nada sabemos de ellos. O quizás sabemos mucho, y gracias a ese perfil de dandy popular mestizo y obrero, en lentes oscuros y enfundando en un achorado conjunto a cuadros, casi parece que pudiéramos conocer sus sueños y sus anhelos, acaso hechos de una errancia subcultural y musical en emergencia, y porqué no, hechos de las utopías de su militancia clasista y sindical que identificaba a los trabajadores del sector fabril de aquél entonces. A diferencia del hedonismo hippie y muelle de la clase media y de la burguesía “blancas”, tan criollas como “cosmopolitas” de la Lima de tan sólo unos años antes, así como de su retratada impostación local en los medios masivos de las élites en ese entonces, la identidad urbana emergente y chola, captada de manera fantasmal y fuera del encuadre con el rabillo del lente periodístico, más bien parece abrazar una ilusión distinta y una distinta transgresión vital a la vez: otra utopía.

Dentro de sus propios modos y modas, los pocos registros o testimonios que se tienen del particular glamour que he llamado, extremando mi emoción, dandysmo popular, entre los jóvenes trabajadores, parecen apelar a una sensibilidad visual particular y absolutamente original. De hecho, todo un perfil acerca de la originalidad del diseño chicha puede ser establecido desde su famosa gráfica, aún cuando en realidad ese proyecto estético esté mejor retratado en la música misma. Pero sobre la gráfica en la actualidad ya hay consenso y, de hecho, esa originalidad visual ya ha sido cooptada y saqueada hasta el cansancio por la publicidad y el arte visual contemporáneo en este siglo.  Pero el brillo expresado en la indumentaria, el pleno disfrute de la identidad legitimada, en medio del goce de la música y de la noche del circuito de conciertos y fiestas chicha es una porción de realidad que ha sido poco o nulamente investigada o incluso representada. Le debemos al productor vinculado a la comunidad chicha de fines de los 70s, convertido en fotógrafo amateur y luego en fotógrafo profesional, Nicolás Torres (1957), las imágenes de un mundo y una época que hasta ahora – en el fondo, por no haberse integrado al consumo burgués de su tiempo-, habían permanecido virtualmente inéditas en las pocas copias del formato familiar “jumbo” (10 x 15 cm), en las que esta producción de increíbles imágenes mantuvieron su casi oculta distribución, hasta su redescubrimiento mainstream hace unos pocos años[29].

Para volver a nuestros héroes del segundo plano de la noticia y de la foto de Bendezú, es decir, para volver a los individuos involucrados en estos procesos sociales, es clara la participación y el disfrute de una identidad visual y cultural particular, frutos de una identidad de clase y frutos también de un orgullo cholo, inédito a nivel urbano. Equidistante de la indumentaria del hedonismo hippie folk burgués, tanto como de la uniformización subte posterior, que estuvo tan imbuida de la militarización del Perú de los años 80, la cultura popular chola y emergente de mediados de los 70 parece apuntar a la utopía de un vestuario, con espacio urbano y organización propios. Pues no es sólo el presente sino el futuro aquello que está aludido en muchas de las tapas de los discos que mencionan la radical invasión alienígena del campo a la ciudad. Los coloridos uniformes de las bandas de chicha, en sus evidentes intercambios y diálogos hechos de las convivencias con los escenarios de la llamada música vernacular, así como el estilo urbano de los recién llegados ciudadanos, parecen asumir el artificio y la sensualidad, en la forma, el color o el brillo, como parte del glamour barroco, propio de una cultura que ha de tener una existencia subrepticia, adaptada y conquistada, virtualmente metro a metro, a un espacio urbano ajeno y por definición inhóspito a la contestación chola, como la Lima de esos precisos años. De manera quizás parecida al culto de una sensualidad de otras subculturas, ese glamour barroco, un poco como el de los mods de una década antes en la escena inglesa[30], apunta a una identidad hecha de los sentidos con una clara preferencia por la visualidad y el artificio, por el decorado sónico de los arreglos del nuevo género, por el exceso contenido, y por el desenfreno desbordante del baile y el consumo masivo de cerveza -acaso el estimulante principal de esa nueva subjetividad en proceso bajo presión y represión limeñas-.

Justamente, en esa escena se trata del artificio y la sensualidad más o menos castradas y ausentes del mundo subte hipermasculino de la clase media que posteriormente retomó las formas y mandatos del punk global entre los subtes[31]. En el mundo de fiestas y conciertos chicha son adivinables jornadas de baile y jornadas de desenfreno de juventudes trabajadoras en sus días de asueto. Y aunque este fenómeno no es sin duda parangonable al proceso histórico de los ambientes disco de esos casi mismos años en el llamado gran país del norte, sí lo es a otras culturas del disfrute y del baile, a culturas del exceso y del cuerpo emancipados. Y este es el giro por el cual podemos volver a una idea de lo “auténtico” como realidad y como experiencia que subyace a la experiencia subte posterior en la ciudad de Lima. Esos cuerpos emancipados y cholos en el centro de exclusión que dibuja Lima para sí misma desde su fundación en el siglo XVI, son los cuerpos cuya presencia, música y actividades terminaron por arrancarle a Lima su velo colonial. El colonialismo supérstite que mencionara Mariátegui acerca de sus élites y estructuras de poder, y la arcadia colonial cuya hipocresía denunciara Salazar Bondy en su famoso hermoso ensayo. Esa Lima ya transformada y ya cholificada, que existió previamente al maquillaje privatizador de los años 90, es el plano de la ciudad que heredarán y usarán, de modo casi situacionista y romantizada a su propia medida, las juventudes punk subtes en medio de la guerra interna.

———-

[1] Una versión bastante más primitiva de este texto fue leída con una proyección de imágenes a mediados del 2018 en Punk y culturas juveniles, Seminario de Investigación en Juventud de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Global Gateway de Indiana University. Próximamente este ensayo aparecerá en una versión más ampliada en la revista Hueso Húmero.

[2] Para una mirada específica acerca del importante giro que implicó la aparición de los Sex Pistols y la entrada en escena del ethos anárquico en la cultura juvenil occidental, ver Diederichsen, 2010: 85-92.

[3] Ver el texto crítico acerca de las limitaciones institucionales y sociales de esa experiencia gráfica particular en el testimonio de Jesús Ruiz Durand, uno de los principales artistas que participaron del proceso de los afiches de la RA. Afiches de la Reforma Agraria, otra experiencia trunca. En U-Tópicos entornoalovisual 4/5 Lima: 1984, p.17 También el testimonio del otro artista que participó del proceso, José Bracamonte. Bracamonte, comunicador social, entrevista aparecida en el diario La crónica 1975.

[4] Algunos de los nombres de estos edificios son: Boza, Internacional, Carabaya, Maison de France 1 y 2, Calvo, Recoleta, Ocoña, Reynaldo, Internacional Wilson, Aurora 1 y 2. A inicios de este siglo los fotógrafos Gruenberg y Hare realizaron retratos fantasmales de la ciudad desde la oquedad de esos espacios abandonados por décadas. Philippe Gruenberg y Pablo Hare, Lima 01. Lima: Ediciones Galería del Escusado, 2002.

[5] Ver 100 años de Colónida y desCólonida, en Hueso Húmero 66 pp. 93-97

[6] En otro lado he intentado explorar este de la aparición de un nuevo sujeto invisible en la ciudad, tema a partir de la fotografía de Mariella Agois a fines de los años 70. Fantasmas, invisibles flâneurs y fotografía, en: Bisagra 003, Lima 2017.

[7] Alberto Flores Galindo, Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes pp. 301-318

[8] Op.cit p.307

[9] Arguedas, José María. Formación de una cultura nacional indoamericana. 1975, México: Siglo XXI editores pp. 28-33.

[10] Arguedas, José María. Formación de una cultura nacional indoamericana. 1975, México: Siglo XXI editores p.31

[11] En otras versiones se atribuye al conjunto Los Pacharacos (1963), en donde era primera guitarra Berardo Hernández, más conocido como “Manzanita”, la fusión del “huayno en cumbia” y en otras vertientes tropicales como la guaracha. Wilfredo Hurtado Suárez, Chicha Peruana. Música de los nuevos migrantes, Lima: ECO Grupo de Investigaciones Económicas, 1995, p.11

[12] Es evidente que esta apropiación sucede además dentro del entorno exitoso de la música “latina” y su prestigio en la sensibilidad y el mercado norteamericanos durante casi todo el siglo XX. Ver Rogers, John Storm. The Latin Tinge: The Impact of Latin American Music On The United States. Oxford University Press.

[13] Ver las declaraciones de Edilberto Cuestas, líder y compositor de Los Ecos, acerca del deslumbramiento causado por los Beatles así como la enorme vertiente tropical rockera abierta por Santana, en Hermano Lobo 3, Lima, 1984.

[14] La guitarra eléctrica “hechiza”, es decir la guitarra de palo tradicional adaptada a la electrificación en base a uno  o dos micrófonos, así como las posteriores manufacturas locales y marcas informales de guitarras eléctricas, son parte de los emblemas del género tropical andino de los primeros años.

[15] Estenssoro, Juan Carlos. 1989.Música y sociedad coloniales: 1680-1830, Lima: Colmillo Blanco, p. 73 y ss

[16] Llorens Amico, Jose Antonio. 1983. Música popular en Lima: Criollos y andinos, Lima: IEP, pp. 97-116

[17] En otro lado intenté una vez acercarme a esa figura a través del largometraje nacional El cholo (1972) de Bernardo Batievsky y el video Mi cholo (2006) de Philippe Gruenberg http://www.andes.missouri.edu/andes/Comentario/RQ_Goldemberg.html

[18] Quintero Rivera, Angel G., 1998, Salsa, sabor y control. Sociología de la música tropical. México: Siglo XXI,  p. 340

[19] Como es bien sabido, en 1976, y en medio del abierto rechazo de una serie de figuras del arte y la cultura hegemónicas, se otorgó el Premio Nacional de Cultura al retablista ayacuchano Joaquín Lopez Antay.

[20] Hurtado 1995, pp. 35-36

[21] O como la describe Rodrigo Montoya, “Para unos se trata de una música horrible, sin gusto. Para otros de una corriente musical rica que afirma una “identidad chola””. Rodrigo Montoya, Prólogo, Wilfredo Hurtado 1995, pp.xi-xiv

[22] Ver Degregori, Carlos Iván 1981 «La música andina en Lima». La Revista 4: p. 34; Núñez Lucy y Llorens, José A. 1981 «De la jarana criolla a la fiesta andina» en Quehacer 9: 107-127.

p.124

[23] Miró Quesada, Roberto [1986] Música y cultura en el Perú, en (Ricardo Soto Sulca, Editor) 2011. Lo andino no es lo peruano. Ensayos sobre cultura peruana, Huancayo: Universidad Nacional del Centro, p. 52

[24] Ibid pp. 58-59

[25] Sobre la experiencia de la Comunidad Urbana Autogestionaria de Villa El Salvador CUAVES, Coronado, Jaime y Pajuelo, Ramón. 1996 Villa El Salvador Poder y Comunidad, Lima: CECOSAM-CEIS. También Quijano, Anibal, 1998. La Economía Popular, Lima: Mosca Azul-CEIS  y Montoya, Rodrigo 2010 Porvenir de la cultura quechua en el Perú, Lima: CAOI.

[26] Quijano 1998, p. 171.

[27] Ver el importante rol de la música en VES y el imprescindible espacio ocupado por la chicha entre otros géneros (incluyendo un detenido análisis de la la canción Casuarinas y esterinas de Los Ecos), en Montoya 2010, pp.287-323

[28] FTSA, IEMPSA, Odeon, Sono Radio, DINSA entre las grandes, y Discope, Difa, Caracol y Horóscopo entre las más pequeñas. Hurtado 1995 pp.16-18

[29] Nicolás Torres amasó una obra cuyo archivo cuenta el día de hoy con 60 mil negativos. Ver Alfredo Villar, Chicha Dreams, Nueva York: Dashwood Books, 2014.

[30] Sobre el imperio de los sentidos en el glam y los mods como expresión de la clase obrera en el caso británico, y su diferencia con los rockeros, Mark Fisher, K-punk, or the Glampunk art punk discontinuum en Fisher, Mark (Darren Ambrose, Ed.) 2018. K-Punk: The Collected and Unpublished Writings of Mark Fisher from 2004-2016,  Londres: Repeater pp. 273-284

[31] Ver el estupendo análisis sobre la perspectiva racista y clasista otorgada al margen femenino desde las masculinidades subtes en Rodríguez-Ulloa, Olga. 2019 Cholas sádicas: mujer y violencia en literatura punk, inédito. Y para una interesante revisión de la escena punk femenina en el norte global, Goldman (2019).

Bibliografía

ARGUEDAS, José María. 1975,  Formación de una cultura nacional indoamericana. México: Siglo XXI editores

BANGS, Lester 2002. Mainlines, Blood Feasts and Bad Taste. A Lester Bangs Reader (John Mortland Ed.), Londres: Serpent’s Tail.

BERARDI, Franco Bifo 2016, Generación post alfa, Buenos Aires: Tinta Limón

CORONADO, Jaime y PAJUELO, Ramón 1996, Villa El Salvador Poder y Comunidad. Lima: Cecosam-Ceis

DEGREGORI, Carlos Iván 1981, «La música andina en Lima». La Revista 4: 34-39

DIEDERICHSEN, Diedrich 2010, Psicodelia y ready-made, Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.

ESTENSSORO, Juan Carlos 1989.Música y sociedad coloniales: 1680-1830, Lima: Colmillo Blanco

FANON, Franz [1959] 1961. Los condenados de la tierra, México-Argentina: Fondo de Cultura Económica

FISHER, Mark (Darren Ambrose, Ed.) 2018. K-Punk: The Collected and Unpublished Writings of Mark Fisher from 2004-2016,  Londres: Repeater

FLORES GALINDO, Alberto 1987 Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes. Lima: Instituto de Apoyo Agrario

GARRIDO LECCA, Celso 2000 Entrevista de María Isabel Guerra

http://www.andes.missouri.edu/andes/Cronicas/MIG_GarridoLecca.html

GRAHAM, Dan [1979] Punk Political Pop, en Taylor, Paul 1989 Post-Pop Art, Cambridge, Mass.: MIT Press

GREENE, Shane 2016 Punk and Revolution: Seven More Interpretations of Peruvian Reality, Durham: Duke University Press

GOLDMAN, Vivien 2020 La venganza de las punks. Una historia feminista de la música desde Poly Styrene a Pussy Riot, Barcelona: Editorial Contra

HURTADO, Wilfredo 1995 Chicha Peruana. Música de los nuevos migrantes, Lima: ECO Grupo de Investigaciones Económicas

HOLMSTROM, John, S/F, Putting the Punk in DIY: An Interview with John Holmstrom

Entrevista en Aiga Professional Association For Design https://www.aiga.org/putting-the-punk-in-diy-an-interview-with-john-holmstrom

 

LAUER, Mirko 1980  Arte al paso: Tome 1. Volante de la exhibición Arte al paso de EPS Huayco

——————-1982 Crítica de la artesanía. Plástica y sociedad en los Andes peruanos, Lima: DESCO

LLORENS AMICO, Jose Antonio. 1983. Música Popular en Lima: criollos y andinos. Lima: IEP/IEA

MARCUS, Greil 1989 Lipstick Traces: A Secret History of the 20th Century, Harvard University Press

———————1992 In The Fascist Bathroom, Writings On Punk 1977-1992. Londres: Penguin Books

MIRO QUESADA, Roberto (Ricardo SOTO SULCA, editor), 2011. Lo andino no es lo peruano. Ensayos sobre cultura peruana, Huancayo: Universidad Nacional del Centro.

MONTOYA, Rodrigo. 1995 “Prólogo” en Hurtado, Wilfredo. Chicha Peruana. Música de los nuevos migrantes, Lima: ECO Grupo de Investigaciones Económicas

—————————1996 Música chicha. Cambios en la canción andina quechua del Perú. En Peter Bauman edit. Cosmología y música en los Andes, Madrid: Iberoamericana, pp. 483-496

—————————2010. Porvenir de la cultura quechua en el Perú.Desde Lima, Villa El Salvador y Puquio, Lima: CAOI

NUÑEZ Lucy y LLORENS, José A. 1981 «De la jarana criolla a la fiesta andina» en Quehacer 9: 107-127.

QUINTERO RIVERA, Angel 1998. Salsa, sabor y control. Sociología de la música tropical. México: Siglo XXI

QUIJANO, Aníbal 1998. La economía popular y sus caminos en América Latina. Lima: CEIS-Mosca Azul Editores

QUISPE, Arturo 1988. La música chicha ¿Expresión de una cultura e identidad en formación? Memoria para optar al grado de bachiller en sociología. Lima: Universidad Católica del Perú.

———————-2000  Rossy War y la chicha amazónica. La tecnocumbia en un mundo globalizado, en Lima: DESCO, Quehacer 125 julio-agosto pp.106-111

RODRIGUEZ, Herbert S/F https://es.scribd.com/document/51663895/HERBERT-RODRIGUEZ-MOVIDA-SUBTERRANEA-1984-1992

RODRIGUEZ-ULLOA, Olga. 2020 Cholas sádicas: mujer y violencia en la literatura punk, inédito.

ROGERS, John Storm 1979 The Latin Tinge: The Impact of Latin American Music On The United States. Oxford University Press

ROMERO, Raúl R. 1989. Música urbana en un contexto campesino: tradición y modernidad en Paccha (Junín). Anthropologica Del Departamento De Ciencias Sociales7, 119-133.

ROJAS ROJAS, Rolando  2019. La revolución de los arrendires. Una historia personal de la reforma agraria. Lima: IEP

RUIZ DURAND, Jesús 1984 “Afiches de la Reforma Agraria, otra experiencia trunca”. En U-Tópicos entornoalovisual 4/5 Lima p.17

SANTIVAÑEZ, Roger 1984. “Sarita Colonia, la chicha y la izquierda nacional” en revista Somos, número único  Lima: 1984 p.19

VALLADARES, Manuel 2013 El Paro Nacional del 19 de Julio de 1977. Movimientos sociales en la época del “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, Lima: Pakarina-Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de San Marcos.

VILLAR, Alfredo 2014 Chicha Dreams, Nueva York: Dashwood Books